Anécdotas de vaqueros y osos de San Juan de la Vaquería en Saltillo
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Continuamos con el tema de los osos, a propósito del conjunto escultórico que representa una bien lograda familia de osos negros de los escultores saltillenses Alejandro Fuentes Gil y Alejandro Fuentes Quezada, y que el alcalde Chema Fraustro mandó a instalar en el Paseo Capital como figura emblemática de la fauna de Saltillo y sus alrededores.
Gracias a las memorias impresas que dejaron algunos saltillenses de otras épocas, llegan hasta nosotros los relatos relativos a costumbres y sucesos vividos por ellos mismos y otros que oyeron de sus mayores y sobrevivieron pasando de generación en generación. Grandes narradores fueron, por ejemplo, Vito y Miguel Alessio Robles, así como José García Rodríguez y Melchor Lobo Arizpe. Los cuatro le dedicaron páginas a la vida del campo. Y a ellos recurrimos en busca del rastro de esos plantígrados que pueblan nuestras montañas y sierras, una especie declarada desde hace varios años en vías de extinción.
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En las haciendas y ranchos del sur de la ciudad, al pie de la Sierra Madre Oriental en donde se ubica la sierra de Zapalinamé y el extenso valle otrora llamado de la Buena Esperanza, se encuentra la antigua hacienda de San Juan de la Vaquería. Por eso nos vamos a las páginas del libro “Evocación”, un precioso texto que describe episodios de la vida campirana, mucho antes del reparto agrario que la cercenó. Era una hacienda agrícola y ganadera con grandes extensiones de labor y manadas de reses. Prestaba tierras a los aparceros, empleaba vaqueros y peones y todos los días un campanero llamaba con repiques a la oración en la capilla. Aunque la vida fuera dura, “la gente vivía contenta”.
“Evocación” tiene un capítulo, “Los Osos de San Juan”, donde el autor narra algunas anécdotas en que aparecen los osos. Dice que una mañana tres vaqueros fueron a buscar algunos bueyes al puerto El Capulín. Cuando sólo les faltaba encontrar un buey negro, se separaron y uno de ellos, que sufría un problema de visión, vio un bulto oscuro que se movía debajo de un pino y creyendo que era el buey que buscaba, se acercó y se encontró de sopetón con un enorme oso. Le tiró la reata, pero sólo logró lazarle una pata. A sus gritos se acercaron los otros dos vaqueros, rápidamente chirriaron sus reatas y lo lazaron por los dos lados, una le aprisionó el cuello y con las tres reatas lograron derribarlo. Con el cuchillo de monte se acercó uno para herirlo, pero el oso, que tenía libre una mano, lo derribó de un manotazo; sin amedrentarse, pidió a los compañeros le lanzaran otro cuchillo con el que finalmente lo hirió de muerte. Entre los tres cargaron al oso en uno de los caballos y emprendieron la marcha de regreso con el ganado junto y llevando su trofeo de caza: Ya tenían “carne y piel... y comieron tamales de oso”, afirma don Melchor Lobo Arizpe.
La acción pudiera parecer cruel en estos tiempos, pero en los de entonces, la carne de oso era tan apreciada como la de res, pollo o pescado. Un oso bastaba para dar de comer a toda la hacienda y además daba para hacer tamales. En otra ocasión, el autor cuenta de un ranchero que fue por un carro de leña al cañón de La Laja y lo agarró la noche. Paró su carreta y se acostó debajo para cubrirse del rocío.
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Poco después lo despertaron los ladridos de su perro por la presencia de un enorme oso que rondaba la carreta. Como el oso perseguía al perro y el perro se refugiaba con su amo, éste acabó cubriéndose la cabeza para evitar los arañazos del oso y continuó su sueño plácidamente. Sabía que el perro no se dejaría matar porque esquivaba bien los manotazos del oso, y él mismo estaba seguro bajo la carreta cargada de leña. Don Melchor Lobo termina la anécdota diciendo: “Y esa vez no comieron tamales de oso”.
La gente del campo convivía diariamente con los animales, domesticados o no, y aunque temían a los osos que bajaban muy esporádicamente de lo alto de la sierra donde vivían, o se los topaban en los puertos cuando ellos subían a alguna faena propia del rancho, la mayor parte de las veces los mataban en defensa de su propia vida.