‘BARDO’, la película que me derrotó
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Salí de ver la nueva peli de Alejandro G. Iñárritu e inició en mi interior una lucha silenciosa por esclarecer mis sentimientos hacia este filme. La batalla se prolongó en silencio durante 24 horas, al cabo de las cuales se declaró un ganador: “Bardo. Falsa Crónica de Unas Cuantas Verdades”.
Por más que traté de odiarla, tuve que rendirme ante la excelencia del realizador mexicano.
Pero no quememos la pólvora todavía, ni tampoco salga corriendo al cine si es que no la ha visto. No quiero asumir la responsabilidad si la experiencia le resulta poco menos que grata o incluso tortuosa. Veamos:
Me limitaré a mencionar los aspectos técnicos que encuentro destacables para poder hacerlos de lado ya que en esto la cinta queda fuera de toda discusión: Cada fotograma es poesía visual. El diseño de arte, la iluminación, el vestuario, la cinematografía se reinventan prácticamente para cada escena, pues cada una establece sus propias reglas. De tal suerte que no se siente la misma película durante la secuencia del Castillo de Chapultepec, que en el estudio de televisión, en el Zócalo capitalino, en el desierto, o en el salón de baile. Cada segmento exige llevar el diseño de la producción en una nueva dirección. El trazo escénico y la coreografía de extras son elaboradísimos y falta sumarle todavía el delirante movimiento de la cámara.
Es imposible también permanecer indiferente a su banda sonora: Tanto la partitura original como la curaduría de canciones terminan por darle alma a esta colección de momentos con los que viviremos durante mucho tiempo.
Por todo lo anterior, la película exige ser vista en cines. Pese a ser una producción de Netflix, esperar a que se estrene en la plataforma le robará por completo el espectáculo audiovisual y lo dejará sólo con el asunto sujeto a debate: El fondo de la película, su quid, el meollo, y conectar o no con éste es un asunto de formación, de sensibilidad, pero muchas veces también de suerte.
La película no está regalada. Si usted piensa en el cine únicamente como entretenimiento, ¡Bajan! Ya puede ahorrarse sus buenos pesitos y tres horas de su vida.
Y si usted es de los que entiende el cine como arte. ¡Muy bien! Pero falta todavía ver qué es a lo que usted llama arte. Porque me atrevo a asegurar que el 95 por ciento de nuestras exploraciones estéticas buscan encontrarse con dos o tres emociones complacientes de un abanico mucho más amplio.
Pero muchas veces el artista pretende provocarnos cosas que no muy a menudo apreciamos como experiencias de valor: Repulsión, enojo, frustración, insatisfacción, desolación, asco... Plantéeselo de la siguiente manera: Para una buena parte del mundo resulta incomprensible que nuestra gastronomía nacional esté tan marcada por un displacer como el picante, sin embargo para muchos de nosotros el chile no sólo enriquece cualquier platillo, sino que resulta imprescindible. En estricta lógica, no tiene sentido enchilarse, pero sí que lo tiene.
Muy a propósito de México, nuestra identidad mexicana es una constante en el discurso de esta película, pero... quizás sea mejor comenzar por el inicio. Atención: ¡Alerta de spoilers!
“Bardo. Falsa Crónica de Unas Cuantas Verdades” narra los últimos instantes en la vida de un aclamado director/documentalista mexicano radicado en los Estados Unidos. Resulta ser que el bardo es, de acuerdo con la tradición budista, un estado intermedio entre la muerte y la siguiente reencarnación.
Silverio Gama, nuestro protagonista (Daniel Giménez Cacho), quien como ya habrá adivinado o todo el mundo sabe ya, es un alter ego del propio realizador González Iñárritu, sufre un infarto cerebral y queda en coma. De manera que lo que atestiguamos son las reminiscencias de su cerebro, una sucesión de recuerdos y sueños pre mortuorios que lo llevan a dialogar con algunas personas clave en su vida, inmerso en ambientes que, sobra decirlo, son de lo más surrealistas: a veces plácidos, otras francamente incómodos, como sucede con nuestros habituales sueños nocturnos.
Así contado no suena tan complicado. Pero esa aparente inconexión entre escenas y sobre todo, las inexplicables leyes que rigen cada pasaje (se desafía la física, la lógica, la biología, la linealidad del tiempo), terminan por desasosegar al espectador, perdiéndolo y no en pocas ocasiones expulsándolo de la sala.
La película alcanza tintes de metarrelato cuando el protagonista es confrontado con las críticas que a menudo recibe el propio realizador G. Iñárritu de pretencioso y “mamón”, anticipando de hecho la flecha con la que constantemente será zaherida esta película: lo engreído que resulta que un autor protagonice su propia obra. Se lo dicen al ficticio Silverio Gama sobre su trabajo, pero al mismo tiempo lo estamos presenciando en la película que Iñárritu protagoniza en la piel de Giménez Cacho.
Sin embargo la película parece blindarse perfectamente contra todas estas posibles críticas: Cuando discursa sobre alguno de los varios temas que le preocupan, y lo hace tan superficialmente y “desde su privilegio” que uno como espectador lo rechaza, pero enseguida Iñárritu desmantela la escena para recordarnos que él no tiene ninguna verdad acerca de nada y todo son desvaríos “de un pinche director mamón”.
G. Iñárritu se retrata hasta en los detalles más superficiales: Si él es conocido como “El Negro” Iñárritu, a su personaje le dicen “El Prieto”, sólo por citar un ejemplo. Pero no es es un retrato fiel sino una caricaturización hecha a partir de la percepción que tienen de él sus detractores, incluyendo aquellos que fueron sus amigos y no le perdonan el haber tenido éxito más allá de nuestras fronteras (a quienes de hecho deja muy mal parados); así como de la imagen idealizada que guardan de él sus aduladores que están muy lejos de conectar con su obra pero se sienten obligados a rendirle pleitesía.
Por eso algunos diálogos suenan tan acartonados y las actuaciones tienen un regusto de farsa, porque no es en estricto sentido una representación de G. Iñárritu, sino la suma de lo que el mundo a su alrededor percibe de él, incluyendo el estereotipo de “whitexicans” insufribles que hace de su propia familia.
Quiero pensar que haber sabido todo esto que aquí comento me habría ayudado a disfrutar la película. No lo sé, lo cierto es que la sufrí y fue, como ya le dije, 24 horas después que la logré digerir y decidir que había visto una pieza perfecta o muy cercana a la perfección cinematográfica.
El gran problema es que es una peli que demanda poner de nuestra parte como espectadores y la mayoría de las veces no estamos dispuestos a dar, ya sea porque acudimos al cine para evadirnos, o vamos con una idea preconcebida, o simplemente no estamos teniendo el mejor día para esto.
Logré hacer comunión con “Bardo” no porque sea yo especial o un iluminado en apreciación cinematográfica (aunque siempre ayuda tener algunos antecedentes para identificar las influencias de una obra, como el ingrediente “8 ½” de Fellini que se le viene atribuyendo como esencial en su receta). Pero le repito, sí tuve que dedicarle casi un día entero de reflexión; un día completo de estarla pensando a pesar de lo disgustado que salí de la función. Para mí fue como conocer a una persona que de primera impresión me cayó insoportablemente mal y que, por alguna razón, no me la pudiera sacar de la cabeza hasta darme cuenta, al cabo de un rato, de que estoy rendidamente enamorado de ella.
Créame, ésta no es la columna que iba a escribir originalmente cuando salí del cine.