Buenos Aires: entre canciones y contradicciones
Como en ningún otro destino, esta ciudad me evoca lo profundamente humano, lo enormemente complejo y lo irremediablemente contradictorio que somos
“Los Fabulosos Cadillacs” cantaron alguna vez, junto con Celia Cruz: “La nuestra es agua de río mezclada con mar”, en referencia no sólo a la mezcla que la vida ofrece —con momentos dulces y otros que distan de serlo—, sino también al Río de la Plata, cuya definición como “río” es puesta en duda fuera de estos lares. El consenso internacional dice que se trata de un estuario. El caso es que la vida humana, inevitablemente, tiene momentos para todo: unos para reír; otros para llorar. Buenos Aires es también eso: una combinación de experiencias que no necesitan una explicación racional. Es capaz de albergar, en un mismo parque, un monumento al expresidente y escritor Domingo Faustino Sarmiento, otro al sabio Confucio y uno más a la Caperucita Roja.
Será que esta es, en verdad, la Ciudad de la Furia, como cantó Cerati con “Soda Stereo”. Y debe de serlo, porque en distintos pasajes de la historia porteña, las calles se han convertido en campos de batalla, donde los argentinos se han enfrentado con intensidad. “Buenos Aires se ve tan susceptible”, y lo es. Con la misma pasión con la que defienden los colores de Boca o River, defienden sus ideas políticas, asumidas como propias con un fervor difícil de entender para quienes fuimos criados en el pragmatismo, incapaces de distinguir que recortar el presupuesto en salud pública no es de izquierdas, y sigue siendo reprobable aunque lo hagan los nuestros.
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Sí, como cantó Joaquín Sabina, “Buenos Aires es como contabas”, una ciudad que atrapa, que cautiva con su diseño urbano y su arquitectura. Porque a donde uno mire hay algo para admirar, para envidiar y también para rechazar. Los ejemplos de lo que debería ser están siempre acompañados de lo que no debería suceder. Aquí cada uno hace de la ciudad lo que desea, mientras vive en la contradicción de estar pendiente de lo que hacen los demás y, al mismo tiempo, actuar como si nada les importara —salvo que les afecte directamente.
“Alguien me dijo que Dios está en todas partes, pero atiende sólo aquí en la capital”. Y tal vez sea eso —cantado por Miguel Mateos— lo que atrae a tantos migrantes, que terminan descubriendo que también el Diablo trabaja por aquí, y que lo hace, para algunos, con mucha mayor eficiencia. Descubren que este lugar que para unos es lo más parecido al paraíso terrenal, para otros es un infierno. Y quizá todas las capitales tengan algo de eso. Quizá el defecto esté en nosotros: en creer que los lugares ideales existen. Y nuestra infelicidad radique en haber sido capturados por la ciudad que nosotros mismos construimos.
Pero también los nómadas digitales −como “Los Dinosaurios”, de Charly García− vamos a desaparecer. Y los pasos que dimos por calles y parques se borrarán con nosotros. En pocos días dejaré de estar presente en el subte o en los colectivos. Porque estamos de paso, más de paso que la mayoría de quienes han habitado esta bellísima ciudad. Me iré con la promesa personal de que he de volver, aunque sea “con la frente marchita”. No para vivir en Buenos Aires, sino para volver a sentirla, para vibrar con ella. Porque, como en ningún otro destino, esta ciudad me evoca lo profundamente humano, lo enormemente complejo y lo irremediablemente contradictorio que somos.
La imagen que me llevo grabada es, para simbolizar mis propias contradicciones, de espaldas a la ciudad. Desde la Costanera, observando esa estatua que sólo mira las aguas por venir, mientras detrás queda la urbe porteña, con sus parques inmensos, sus edificios hermosos, sus incontables monumentos, sus tumbas, sus canciones... y por eso, con el corazón apretado, sólo puedo decir: Mi Buenos Aires querido, nunca te podré olvidar.