Cacocracia: el gobierno de los peores depredadores
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La clase política se encuentra ahora enfrascada en encarnizadas peleas, en las que sólo importa el espectáculo que puede producir el declarar que un oponente quiera plantar a otro un puñetazo
Para los griegos, la cacocracia era el gobierno de los peores o de los malos. Este vocablo proviene de kakós, que refiere al mal o a lo malo, y de krátos, que significa poder o gobierno. Hoy nos encontramos en un escenario global en el que los políticos, en lo general, gobiernan a punta de pleitos, impulsos y gritos.
No vayamos lejos: el país más poderoso (EU) es gobernado por un presidente que llamó “estúpida” a una periodista que hizo una pregunta pertinente sobre los inmigrantes. Tiempo atrás descalificó a otra reportera. En escasas ocasiones he visto juntas la estulticia y una clara misoginia. Otro ejemplo de ello es Vicente Fox, con un mensaje en el que se refirió a la mujer como “lavadora de dos patas”.
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Pero estas no son las únicas muestras de la violencia verbal que políticos como Trump y en nuestro país nos recetan diariamente. Van de acuerdo con la atmósfera de actuaciones de primer impulso, que parece ser lo de hoy. Estas acciones irreflexivas, de acuerdo con el politólogo italo-suizo Giuliano de Empoli, forman parte del nuevo territorio en el que los “depredadores” –así los llama– son quienes ejercen la autocracia en contextos que originalmente deberían ser democráticos (contextos en los que al menos se juega temporalmente con este vocablo).
Estas diarreas verbales han instaurado un ambiente de reyerta. Vemos el encono de las declaraciones de todos los partidos en nuestro país. Si en el siglo 20 la existencia de reglas básicas en el discurso público permitía a quienes les escuchaban apreciar contrastes, ahora la “innovación” política se despliega en un entorno caótico –como refiere De Empoli–, con acciones audaces que cautivan a las redes sociales y a los medios masivos, multiplicando escenarios teatrales chabacanos.
Para De Empoli, la violencia política es lo natural, y hace una diferencia entre la esfera de la guerra, que –dice– no opera todo el tiempo, mientras que en el ámbito de la política –ahora sumamente violenta– se presenta a diario. Estoy de acuerdo parcialmente con él, ya que si bien no en todos los países se encuentra activa alguna batalla o guerra, durante siglos estos combates han estado y siguen vivos, sólo basta mirar África y Oriente Medio, por citar algunos ejemplos. Pero volvamos a esta otra parte inquietante y cierta de sus reflexiones relativa a los límites, pues la clase política se encuentra ahora enfrascada en encarnizadas peleas, en las que sólo importa el espectáculo que puede producir el declarar que un oponente quiera plantar a otro un puñetazo. Alito Moreno dixit.
Las facciones políticas ridiculizadas en sus justificaciones ya no se encuentran en la lógica de los límites: ¿para qué los límites, si además cuentan con ejércitos de bots y con una IA que somete a toda la población a este caos de selva digital? Además, queridos lectores, ¿para qué creer en esto de que seguir las reglas es garantía de libertad, si tanto la élite de poder y los políticos se rigen por una agenda oculta, donde los convenios, en altas y oscuras esferas, se arreglan sin considerar regla alguna?
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Mientras tanto, pan y circo. Por supuesto, hoy que se encuentra naturalizada la falta de límites expositivos en la clase política que renunció a ser un conglomerado de servidores públicos. Y aquí lo siento mucho, pero la única que se salva es la Presidenta de México, Claudia Sheinbaum, quien busca atemperar sus pronunciamientos. Pena dan todos sus copartidarios, los cuales, junto con el resto de los partidos, nos entregan funciones mediáticas.
Y como se observa, también nos hemos dado cuenta de que las reglas no son garantía de nada, porque sólo operan para la clase votante, es decir, para la clase proletaria; como dice la sabiduría popular: “hágase la bondad en los bueyes de mi compadre”. El cumplimiento de las reglas es, en este contexto, una confabulación de este grupo para oprimir a la ciudadanía y para aplicarle el mote de “revoltosa”, “terrorista”, “resentida” u “obediente”, según sea el caso.
El caos ya no es el sello de las llamadas insurgencias, sino el signo del poder político y, en general, del poder.