Café Montaigne 298: El verano perpetuo

Opinión
/ 27 junio 2024

El invierno ya es sólo motivo de aparición en libros, estampas y fotografías. Como tal, el invierno y también el otoño han desaparecido en nuestro horizonte climático. Habitamos una eterna canícula, un verano perpetuo. Las temporadas navideñas, en honor a la verdad, no “saben” igual que antes. Al menos no a mí. Todo tiempo pasado fue mejor, dice el conocido refrán. En mi caso aplica correctamente y sigo esos pasos.

Las pandemias de todo tipo de virus y bichos, han venido a joder todo. Eso llamado “vida normal” ya no lo es como tal. Y si usted agrega el cambio del clima en el mundo, la catástrofe está servida. Ha sido a tal grado la mutación del clima invernal que apenas hay días en que Saltillo se parece (y muy poco) a Saltillo.

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En la minitemporada invernal pasada, hoy tan añorada, me entregué a mi rutina, la cual no dudo me acompañe hasta mi muerte. Aún hoy, y gracias a las pocas ráfagas de viento helado, contemplé el frío y sus aún finos vendavales helados por mi ventanal. Días aquellos para entreabrir un visillo por las cortinas recamadas en hilo claro y otear hasta donde mi vista pueda llegar. No muy lejos, por cierto. Pero estas ventiscas y hielo ya casi son cosa del pasado remoto.

Escribo estas líneas en lunes 17 de junio y sí, habitamos un verano perpetuo. La temperatura está oscilando entre los 35 y 38 grados. Es junio y no hay ni un rabo de nube y las temperaturas para nosotros, los norteños, son infernales. Sencillamente intolerables. Ahora son olas de calor y domos de calor, fenómenos atribuidos al cambio climático, lo cual no es mito y sí una triste realidad avasallante.

Se cumple aquella vieja teoría de los climas y los humores que ha sido arrastrada a lo largo de la historia de la humanidad; incluso el gran Emanuel Kant lo dijo así (lo parafraseo, no tengo la cita exacta, no la tengo completa en mi pálida memoria): nadie que quiera escribir un buen poema o diseñar un aparato filosófico bien estructurado, lo puede hacer a mayor temperatura de 28/30 grados.

Con el calor del trópico se engendran pensamientos como el ocio, la disipación, el ver cuerpos sudorosos, todo aparejado con generosas libaciones de tragos de alcohol, y claro, no se puede concentrar uno en la polución de sus ideas por horas, que es lo que requiere el estudio y redacción dilatada de un poema o un artículo. El calor sofoca, asfixia, no da tregua, y uno no se puede concentrar por horas en estudiar ni redactar. ¿Qué traen aparejados el fervor demencial del verano y las tórridas olas de calor? Desde siempre, los poetas lo saben. Simónides de Amorgos (siglo 7 a. de C) dice que traen “...sin número de plagas e inenarrables desgracias...”.

Para otro poeta, el Nobel Octavio Paz, el insano y demencial calor y la sequía florecen donde no hay agua... “sólo sangre, sólo hay polvo, sólo pisadas de pies desnudos sobre la espina,/ sólo andrajos y comida de insectos y sopor bajo el mediodía impío como un cacique de oro”. El sol jurado: un cacique de oro. Escribo estas líneas el lunes 17 de junio y afuera hay un sol, un cacique de oro de 37 grados. Sí, habitamos un verano perpetuo. No hay tregua ni reposo alguno.

ESQUINA-BAJAN

Añoro mi temporada navideña de frío glacial. Añoro entregarme a mis rutinas de siempre: ir de mi escritorio al ventanal, dejar la cortina en su sitio y tomar sorbos y tragos de mi café humeante y amargo el cual duele en el gaznate. Mientras, en mi viejo tocadiscos se escucha una balada triste del trompetista Art Farmer (I’ll Take Romance). La tonada describe en unas serpenteantes notas de jazz, el norte, el gélido y temido viento del norte el cual, como vaho de fiera herida, penetra por las rendijas de mi tragaluz.

Ya luego, la rutina continúa en su sitio: al avanzar el día, cualquier día de diciembre, destapar una botella de ron de buena estirpe. El servir generosas dosis en un vaso old fashion con un poco de hielo y entregarme a la lectura de uno de mis textos favoritos: la relectura anual de “Cuento de Navidad” del inconmensurable Charles Dickens.

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Cada año, cada temporada navideña, Charles Dickens sigue tocando mi corazón con sus historias plagadas de ese tufo, ese humor llamado humanidad. Pero, hoy al parecer y en este año, lo anterior va a desaparecer o va a mutar. ¿Leer a Dickens a 30 grados Celsius, con una caguama a un lado, vestido con calzoncillos y sudando a mares? Me repugna lo anterior, pero al parecer, esto y no otra cosa es lo que se avecina y para siempre debido a estas enloquecedoras olas de calor brutal.

Temperatura y agresión (ira, el pecado de la ira) humana van siempre en matrimonio indisoluble: “Cuando hace calor –nos advierte el investigador Guillermo Murray de la UNAM–, el cerebro se concentra en regular la temperatura y presión corporal, y produce menos neurotransmisores que regulan las emociones...”. Se piensa menos o nada. Y se agrede violentamente al prójimo. Los literatos siempre han tenido la razón. Los filósofos siempre tienen la razón.

LETRAS MINÚSCULAS

“El único sol placentero/ es el que oculta Camilla bajo su falda...”, Phillipe Lowell.

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