Saltillo tiene una calle con el nombre de Mariano Arista, quien fue presidente de México de 1851 a 1853. En su tiempo ese militar no era bien visto. Muchos no lo querían porque era muy blanco, del mismo modo que después muchos no querrían a Juárez porque era muy moreno. Quienes dicen, ufanos y orgullosos, que en México no hay prejuicios raciales se equivocan de medio a medio: siempre los ha habido, y los hay todavía en nuestro tiempo. Por ejemplo, aún hay quienes llaman “indio” al que muestra poca educación. No en balde don Celestino Gorostiza, aquel escritor que decía festivamente que la calle de Donceles estaba bautizada en su honor: Don Celes, abordó el tema en su obra de teatro “El Color de Nuestra Piel”.
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Los liberales mexicanos del siglo 19 dieron en la peregrina idea de que nuestros antepasados eran nada más los indios; que nuestra cultura era puramente indígena, y que nada había en nosotros heredado de los españoles. Esa gran pendejada se las endilgó el tortuoso Poinsett, quien tenía mucho interés en debilitar todos los vínculos que nos unían a España, sobre todo el del origen y la religión. Cierto día ese nefasto señor ofreció un banquete en la sede de la embajada americana, y puso en un lado del salón los retratos de Jefferson y Washington y en el otro los de Cuauhtémoc y Moctezuma. De aquellos lejanos tiempos −tan presentes− data la malquerencia que aún existe contra Hernán Cortés, y el ramplón maniqueísmo que se observa, por ejemplo, en los murales que pintó Diego Rivera en el Palacio Nacional, donde los aborígenes mexicanos aparecen altos y hermosos como unos Adonis, y los españoles en cambio salen deformes, corcovados, llenos de pústulas y bizcos.
Ya he dicho que Arista más que mexicano parecía inglés. He visto un retrato suyo hecho por Galván. En él se ve a don Mariano de muy alta estatura (“gigantesco”, dijo de él un contemporáneo), guapo, con su frente despejada, su ondulado cabello muy en orden, sus patillas a la Iturbide formando marco a un rostro de facciones regulares: ojos claros, ceja tupida, nariz recta, bocxa fina y bien proporcionada. En medio de gente bastante feíta como don Ignacio Ramírez, llamado “El Nigromante”, que parecía un brujo, o don Guillermo Prieto, que nunca se bañaba (decía: “Es mejor oler a unto que a difunto”), el general Arista parecía Gulliver en el país de los enanos. Eso a muchos no les agradaba, y por eso lo querían mal. Envidia, envidia pura.
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Otros no querían a Arista porque decían que era un chaquetero. Y lo era, ciertamente. Fue realista; con mucho encono persiguió a los insurgentes. Luego apoyó la Independencia que hizo −no consumó− Iturbide. Después se volvió en contra de éste y se afilió en el partido santanista. Dio en seguida la espalda a Santa Anna y se declaró con ideas monárquicas. Bien pronto dejó ese bando para convertirse en federalista convencido. Ahora bien: no juzguemos con demasiado rigor a don Mariano. Casi todos los políticos y militares de aquel tiempo eran así. Aun los de ideas más firmes tuvieron sus pecadillos: don Valentín Gómez Farías, aquel extremado liberal, casi cayó en éxtasis cuando Iturbide fue coronado emperador, y cantó ditirámbicas loas en su homenaje.
También la gente quería mal a Arista por su vida privada. Al general le gustaba mucho la nalguita, con perdón sea dicho, y no le importaba nada el qué dirán, que lo traía siempre en lenguas. Vale la pena pagar ese precio, dice un historiador amigo mío.