Cobija y catre

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Don Chalo compraba una cobija nueva cada año. La compraba tan pronto llegaban los fríos del invierno y la vendía con el primer indicio de la primavera, cuyos mensajeros eran las golondrinas que hacían acrobacias en torno de la cruz del templo parroquial. La vendía porque pensaba que si la guardaba hasta el siguiente invierno se le llenaría de insectos perniciosos.
Nunca faltaba don Chalo a su costumbre de estrenar frazada nueva cada año. Aquel otoño, como siempre, don Chalo compró su cobija nueva. Salió con ella de la tienda; la llevaba orgulloso bajo el brazo. Atravesó la plaza y luego fue por la calle principal. A todos saludaba y a todos les decía:
-Aquí, con esta cobijita que acabo de comprar.
Muy buena le salió la frazada, calentita y nada picosa, como
las de antes, que parecían silicio por lo áspero de la mal cardada lana. Ésta era como de terciopelo o seda; se sentía como una caricia. Hizo que don Chalo recordara a... Bueno: hizo que don Chalo recordara.
Pasó todo el otoño, y se pasó el invierno. Un buen día de claro cielo, viento tibio y amable sol, llegaron las golondrinas. Don Chalo salía de misa de 8 cuando las vio volar sobre la plaza, piando como para informar al pueblo que ya estaban ahí. Ésa era la señal para vender su cobija.
Fue a su casa, la dobló y se dirigió al mercado para ofrecerla a sus amigos locatarios. Todos la querían −estaba muy buena, declaraban tras de tocarla y retocarla− pero ninguno tenía dinero “de momento”. Fue a la plaza y tampoco ahí le encontró cliente. Pero en la terminal del autobús un viajero se interesó en ella, y preguntó cuánto costaba. Como el hombre era viajero, don Chalo se la ofreció no a la mitad del precio, como era la tarifa usual, sino un poco más carita de lo que le había costado a él. El viajero la compró. Bendito sea Dios, que a nadie desampara. Si acaso −a veces− a los que compran cobijas en la terminal del autobús.
Pero no hay bien que por mal no venga. A la semana de la venta llegó una súbita onda fría. Frentes fríos se les llama ahora. Los días se pusieron más gélidos que los peores del invierno. ¡Y don Chalo sin cobija! El dinero que obtuvo por la venta de su frazada lo había gastado en la compra de un catre nuevo, pues el que tenía estaba todo derrengado ya. Por la noche don Chalo tenía para taparse solamente una raída sábana más transparente que tela de cebolla. Temblaba como azogado el infeliz, y no podía conciliar el sueño.
Cierto día lo visitó un hermano suyo, y lo encontró tendido sobre el catre, tiritando, morado de frío, en posición fetal, cubierto sólo por la menguada sábana.
-¿Qué no tienes cobija? −le preguntó.
-Me engañaron las desgraciadas golondrinas, y la vendí −contestó mohíno don Chalo dando diente con diente−. Creí que ya no la necesitaba.
Su hermano lo vio cómo estaba, con las piernas dobladas y las rodillas tocándole la punta de
la barba, y le hizo una valiosa sugerencia:
-¿Por qué no vendes también la mitad de abajo del catre? Tampoco la estás necesitando.
Moraleja: en estos tiempos difíciles, de inflación morenista y recesión americana −y por lo tanto universal− nunca hay que vender la cobija.