Comercio no carnal
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Los grupos nómadas se bastaban con poco, y la tierra por donde iban se los daba, suficiente. No se sabe de moneda alguna que hayan usado, a la manera de sus congéneres del sur. Éstos sabían pagar con cacao, plumas preciosas o cañutos de polvillo de oro
No conocían los chichimecas el comercio, florecimiento de culturas más adelantadas. En sus etapas últimas practicaron quizá el trueque. Éste yace en el instinto de los hombres; es aquel do ut des elemental del dame para que te dé.
Así las cosas, si no se cuenta el carnal, ningún otro comercio ejercían aquellos que los españoles denominaban bárbaros. En cosa de comercios carnales los tales bárbaros eran bastante creativos, según el escandalizado testimonio del capitán cronista Alonso de León: “...A su lascivia y libertad no hay doncella entre ellos que con el inestimable tesoro de la virginidad llegue a los diez años; sino que cual puercos encenegados casi desde que nacen seguran los unos con los otros... Y tienen tantos apetitos y vicios, que aún el nefando no perdono, siendo tan torpe. Entre estos ciegos hay algunos que, siendo varones, sirven de hembras contra naturaleza; y para conocerse, andan en el propio traje de las indias, y cargando su huacal y haciendo los propios ministerios de ellas. Y siendo esto así, no hay que espantar que en gente tan bárbara y licenciosa haya semejante vicio, pues el autor de ellos (el demonio) no se descuida en arraigarlos para más seguramente llevar sus almas a la cárcel del fuego, donde paguen sus desconciertos; de la cual nos libre Dios por su infinita bondad, juzgándonos conforme a su santísima misericordia...”.
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Los grupos nómadas se bastaban con poco, y la tierra por donde iban se los daba, suficiente. No se sabe de moneda alguna que hayan usado, a la manera de sus congéneres del sur. Éstos sabían pagar con cacao, plumas preciosas o cañutos de polvillo de oro, y tenían mercados florecientes que sacaron ahes y ohes a los españoles, que compararon aquel comercio esplendoroso con el de Venecia o Bolonia. Acá en el norte se vivía la vida ruda, la penosa fatiga del nómada que para comer tiene que caminar, buscar día tras día, ahora aquí, mañana allá, lo que a la boca va a llevarse. Y aún después, ya asentados en “rancherías”, según escribe don Alonso, ni por eso cambiaron sus fuertes modos de vivir. Por ejemplo, la mujer que daba a luz lo hacía a la mitad de sus faenas cotidianas, y si el trance la sorprendía en el campo ahí cavaba un hoyo en la tierra para recibir al recién nacido, y puesta de rodillas en el suelo, reclinada un poco, “a cuatro pujos echa la criatura por detrás, a modo de los perros. Está un ratillo así soliviada para que caigan las pares, y, caídas, con las uñas cortan el ombligo por donde les parece, y, sin amarrarlo, como los animales bañan la criatura, y si no, ensangrentada la cargan...”.
Enfrentados primero a la naturaleza, luego al ataque fiero de los blancos, que los perseguían y acosaban igual que a fieras peligrosas, esos antecesores de quienes hoy vivimos en la tierra por donde ellos erraron vagabundos, no conocieron refinamientos de hacer humano más civilizado. Igual que muchas cosas, el comerciar les fue desconocido. Con los nuevos hombres que tantas cosas nuevas trajeron, vendría ese fruto de cultura que es el comercio.