Demos gracias a Dios

Opinión
/ 2 abril 2024

Había un señor en Saltillo −muchos señores ha habido aquí, y señoras también, para equilibrio− que tenía un hijo. Ese muchacho era robusto, de aventajada estatura y aun, si se me apura un poco, guapo. Frisaba su edad en los 20 años. Muy bella edad es ésa. “Primavera de mis 20 años”, dice una canción. A mí, lo digo sinceramente, no me gustaría volver a esa edad. En la adolescencia y primera juventud no hay nada definido. Anda uno solo, todo aturrullado, y tienes que presentar examen de algo: de Anatomía, de Resistencia de Materiales, de Macroeconomía II o de Derecho Mercantil. No traes dinero nunca, y en lo que atañe a cosas de la cintura para abajo estás continuamente insatisfecho, y eso que la satisfacción está a la mano. Lo dicho: yo no cambio mi edad dorada de hoy por la llamada edad de oro.

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-¿Lo dice de veras, licenciado?

-De veras lo digo, linda. Y no te rías. Es más: si en este momento me dieran a escoger entre tú, que tienes los 20 años susodichos, y una cincuentona de no mal ver, y aun sesentona, no te ofendas, pero quizás escogería a la mayorcita. Son más sabias, ¿comprendes?, y tienen más paciencia. A mi edad esas virtudes se agradecen. De las mujeres mayores dicen los norteamericanos: “They don’t smell, they don’t yell, and they are grateful as hell”.

-¿De veras, licenciado?

-De veras, linda. De modo que ve haciéndote de sabiduría. Lee el libro de Job. Tiene 42 capítulos, pero son breves y muy entretenidos.

-Muchas gracias, licenciado.

Volvamos al principio. Estaba yo hablando de este señor de Saltillo que tenía un hijo. Sano, lo dije ya, robusto y fuerte. Pero... Siempre en la vida hay peros. Somos milperos todos, porque mil peros hay que estorban nuestra vida, o la ensombrecen. “Es muy bueno, pero...”. “Es muy bonita, pero...”. “Es formal y trabajador, pero...”.

Decía una señora:

-Mi hijo es como Juan Gabriel. Pero él no canta.

El pero, siempre el pero...

En el caso del muchacho que digo el pero es que era muy pendejo el pobrecito. En la escuela nunca pudo pasar del tercer año de primaria. Se topó ahí con la maldita división. Si con la suma batalló, si con la resta se hizo bolas, si con la multiplicación se volvió loco, la división estuvo a punto de hacerlo huir con rumbo desconocido. No huyó porque esa tarde su mamá iba a hacer pan de maíz, y le gustaba mucho.

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En tercero de primaria, pues, acabó su preparación académica. Lo que natura no da la Escuela Primaria Profesora Macrina Salgado de Villavicencio (SEP # 38, clave 9522) no presta. Su papá lo puso a trabajar en un taller mecánico, de barrendero, y el primer día se echó en el pie un motor de camión. La extremidad le quedó palmípeda, como de pato o –peor aún– de ganso. Luego fue a trabajar –sin sueldo, nomás por el aprendizaje– en una tienda de abarrotes llamada “La Ley de Desamortización”, propiedad de un compadre de su papá, liberal y jacobino él, que quiso llamar a su establecimiento “La Reforma”, pero el nombre ya lo había usado Remigio Hernández para su tienda ubicada en la esquina de las calles de General Cepeda y De la Fuente, y entonces él tuvo que bautizar así la suya: “La Ley de Desamortización”, que también es nombre liberal, pero más largo. Tampoco duró el muchacho en ese trabajo. Era tan tonto que si un cliente pedía un kilo de azúcar le daba mil gramos, y no 900 u 800. ¿Puede algún comerciante imaginar pendejada mayor? Así no se puede trabajar.

(Continuará mañana).

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