Dunas de polen: Mariana y el origen de los siguientes fernandos

Opinión
/ 27 junio 2025

En esta crónica de infancia, el recuerdo de Mariana llega envuelto en polen y gel con aroma frutal. Entre cartas anónimas, sándwiches aplastados y primeros desengaños, un niño descubre que a veces el amor —y la amistad— también alergizan.

Ese año, todo se derrumbó. Fue cuando detonaron mis alergias y también cuando llegó Mariana.

Gracias a las partidas de lomo de mis padres, estaba en un colegio bilingüe, algo único en la época. Los salones estaban forrados de madera, aparentando ser cabañitas perdidas en la inmensa nogalera, que también escondía esculturas griegas y fuentes entre enredaderas.

Era el semestre de primavera-verano, quinto año de primaria. La tranquilidad de haber superado los cambios del inicio del ciclo escolar en agosto hacía más llevadero el regreso, pero “se vienen cositas”, dijo el semestre.

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Además de las hormonas florecientes, estrenamos teacher: Evangelina Campos. Era saltillense, pero vivió desde su juventud en el Distrito Federal. De físico imponente, cabello chino y piel blanca casi transparente, tenía un carácter que haría temblar a Tronchatoro; totalmente opuesto al de su hija: Mariana.

Ella llegó al mundo para dar cuenta de la validez del dicho: ”no hay mal que por bien no venga”. Era pequeñita, delgada, tímida, y el grosor de sus lentes agigantaba sus ojos, convirtiéndola en una tierna caricatura coronada de rizos.

Había muchos rumores sobre los recién llegados, pero todos, lejos de segregarlos, aumentaban la curiosidad en torno a ellos.

$!Fer: el niño cool, el del copete perfecto.

Claro que Fernando se fijó en Mariana. Todos lo hicimos. Pero él era Fer: el niño cool, el del copete perfecto. Era bueno en todo: deportes, dibujo, matemáticas. Cantaba bien, sus tareas eran impecables. Era hijo único y tenía una confianza magnética. Siempre sabía exactamente qué hacer. Yo no.

Pese a la fascinación que despertaba Mariana, pocos le hablaban. No sabíamos cómo hacerlo; solo la veíamos. Estábamos acostumbrados a que el grupo se hiciera pequeño; pesaba saber que alguien ya no regresaba ese año, pero el tiempo de duelo duraba lo mismo que lo que faltara para el recreo. Sabíamos extrañar, pero no recibir.

Ella tampoco se ayudaba mucho, se la pasaba encerrada con la inquisidora el “to be”. El recreo era nuestro momento de desenterrar los resbaladeros y columpios de las montañas de hojas secas y polen. No los usábamos para mecernos —ya éramos grandes—, más bien eran parte de la escenografía de la aventura diaria. Regularmente involucraba armas, naves espaciales y piratas. Intenté introducir sirenas, pero su falta de movilidad les restaba atractivo. Me cagaba cuando el profe de Educación Física les prestaba un balón.

Pensaba que, poco a poco, Mariana sería una más. Pero febrero probó lo contrario. El buzón de San Valentín de Mariana se llenó de cartas anónimas y dulces. Claramente el cariño había enraizado. Las niñas, deslumbradas por el botín, también querían leer los versos robados para analizar la caligrafía. Ninguna carta era de Fer. Él mandó la suya hasta marzo. Tal vez no se atrevió a dejarla el 14 de febrero, pero seguro la afilaría mejor. Era una trampa mortal: cada párrafo escrito con un color diferente —con plumas de gel aromáticas—, era una trenza de confesiones, versos musicales y promesas.“Ve al árbol hueco si aceptas ser mi novia”, terminaba.

Todo estaba planeado. Óscar, su primo y secuaz, se la iba a entregar el viernes, justo antes de las vacaciones de Semana Santa. En el nogal, Fernando la esperaría con un osito de peluche que sostenía un “I love you”, relleno de “...y vivieron felices por siempre”, o al menos hasta los cursos de verano del Club San Isidro.

La hora de la verdad llegó... y Mariana no. Las dunas se convirtieron en gigantas burlonas que aplastaron al Romeo recién desempacado.

Durante las vacaciones no supimos nada de Fernando. Lo vieron en el club, sí, pero no se inscribió a los cursos. Yo pensaba en Mariana todo el tiempo. Me arrepentía de no haber hecho nada. A veces soñaba con la carta de colores: quería detenerla, evitar que dejara las manos que la forjaron, pero no podía. Solo observaba desde la sombra. El tiempo se me fue en eso y en hacer mímica con canciones de Gloria Trevi.

El domingo antes de regresar a clases, no quería dormir. La carta de colores había tomado múltiples formas: desde una ola que me aplastaba hasta un dragón con aliento frutal. Mis papás veían la tele y yo los acompañaba desde mi escondite, cuando vi el anuncio de Hellmann’s: un niño llevaba a la escuela dos sándwiches, uno para él y otro para la niña que le gustaba. Siempre fui blanco fácil para la publicidad.

En la mañana, pedí dos sándwiches. Mi mamá no dijo nada, pero sus ojos sí. Del otro lado de la mesa, mi hermanito lagañoso la cachó al vuelo:“¡Tiene novia!, ¡tiene novia!” Yo quería hundirme en el pan blanco; total, ya parecía tomate. No dije nada y cuando estuvieron listos, los aventé a la mochila.

En mi cabeza, los planes son a prueba de errores, pero la vida siempre se encarga de demostrarme lo contrario. Eso que no me dejaba dormir debía ser cupido y, si quería dormir, tenía que hacer algo. A la hora del recreo descubrí que el atlas de geografía y la antología de historia habían aplastado mi esperanza y le sacaron su alma de queso barato. No se qué hacía intentando conquistar a la “niña del niño cool”. Aplastado, busqué refugio en el nogal hueco.

Ahí estaba Óscar, intentando consolar al copetudo despeinado antes llamado Fernando. Además de su tragedia, había olvidado su lonchera en el transporte escolar. Óscar le dio sus Churrumais y yo, mi sándwich menos aplastado. Dos mordidas bastaron para soltar la lengua y que Óscar huyera. Hablamos del amor, sobre Mariana y lo difíciles que eran las niñas; como si tuviéramos 40 y no 10, como si compartiéramos una botella de tequila y no un Boing de mango. Al sonar el timbre, ya no era uno de sus amigos: era su mejor amigo.

Nada mejor que el tiempo para curar y en un niño, un fin de semana puede ser el tiempo suficiente madurar, después de todo: los niños no lloran. Para el lunes, el copete de Fernando lucía renovado. Ya no era impoluto: tenía uno o dos mechones rebeldes. Forró su cuaderno con fotos de Britney y volvió a su trono, esperaba “estar a su derecha” como su consejero, pero no había lugar para mí en su corte. Me esquivaba hasta la mirada y no me elegía para su equipo de juego. Tal vez solo fui un bote en el que vomitó.

Mariana logró integrarse con las niñas. Nadie se atrevió a tirarle la onda, por el contrario, había niños que hacían comentarios crueles para hacer reír a Fer. Ella hacía como si no escuchara y se sumía en alguno de los libros que siempre cargaba.

Yo regresé muchas veces al nogal. Hice de él mi refugio, pero Fer no volvió. Tal vez, verme le recordaba el momento más oscuro de sus 10 años de vida.

Mis días se hicieron sueños: dormía en clase y en la noche se me metía un pollo a los pulmones, eran las flemas acumulándose. Las cataratas de mocos me llegaban al mentón; me la vivía abrazado a un rollo de papel de baño.

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Después de muchas visitas al médico, acabaron picándome la espalda en busca de alergias: el polen de nogal era mi kriptonita, a pesar de esto, yo seguía regresando al nogal hueco, esperando que la magia de los sándwiches aplastados hiciera lo suyo, no se repitió. A la fecha, mis depres llegan con alguna enfermedad, no se cuál llega primero, pero siempre se relacionan.

La ausencia de Fer me dolía y detectó algo en mí que no me dejaba sentir. Ahora me doy cuenta de que lo que me despertaba sin poder respirar era ansiedad, era todo lo que le quise decir a ese Fernando atragantándome.

Para sexto me cambiaron a una escuela pública, la mejor de la ciudad, decían. Una bodega con pupitres era mi salón. El único árbol que tenía estaba encerrado en una jardinera de cemento. No había polen, tampoco clases de inglés.

No supe más de Fer hasta que lo espié en Facebook. Estaba tan lindo como fea estaba la mujer que lo acompañaba en la foto de perfil, pero ya no era el capitán de las dunas de arena. Con los años, otros dos fernandos llegaron y se fueron de mi vida. Confieso también que al swipear, el nombre me sigue haciendo que deslice a la derecha: cazando un copete perfecto y una carta de colores.

Orest Kiprensky 030

OREST ADAMOVICH KIPRENSKY

Fue un destacado pintor ruso del Romanticismo, conocido por su maestría en el retrato psicológico y su refinada técnica académica. Su obra El joven jardinero (1817) es uno de sus retratos más emblemáticos, donde plasma con gran sensibilidad la juventud, la inocencia y la frescura del modelo, un niño campesino cuya mirada directa y expresión serena evocan una conexión sincera con la naturaleza. Con una paleta cálida y detallismo en los pliegues de la ropa y los rasgos del rostro, Kiprensky logra capturar no solo la imagen, sino también la dignidad y humanidad del joven retratado, marcando un momento de transición en el arte ruso hacia una representación más empática del individuo.

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Saltillense. Periodista egresado de la UAdeC, iniciado en 2007, forjado en nota roja, nutrido en artes y espectáculos; consolidado en locales. Apasionado de la gastronomía, fotografía, diseño y moda.

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