All you need is love? ¿Apoco sí? Amor, orgullo y desamor entre luces de neón

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Este texto explora las inquietudes personales y sociales sobre el amor, la homofobia y el orgullo LGBTQ+, abordando experiencias personales y preguntas existenciales. Además, relata un encuentro romántico en Guadalajara que reflexiona sobre el enamoramiento y la identidad.
Veo una película sobre la epidemia de VIH en Nueva York. Un personaje le dice a otro: “Los hombres, por naturaleza, no aman; aprendieron a no hacerlo”. ¿Será esa la pieza que nos falta? ¿La que nos quisieron quitar, la que se dañó, la que intentaron cambiar y solo la madrearon más? ¿Será que Juanga sí nació para amar? ¿Y yo? Ese tipo de cosas pululan en mi cabeza y ya es tiempo de sacarlas.
La lucha por la diversidad a veces se ahoga en glitter, pero cada año la Marcha del Orgullo LGBT+ le da un respiro. ¿Qué necesitamos para sentirnos orgullosos todos los días? ¿Qué quiero? ¿Lo que hago ayuda? ¿Lo que exigimos cada año nos está llevando a donde queremos?
Aunque el motivo de estas líneas sea personal, no está cerrado al debate ni a la difusión de otras ideas. No hay misil que derrumbe la homofobia, tal vez, si una gota atraviesa una piedra, con una tormenta podamos debilitarla. El movimiento, la continuidad y la reinvención de las ideas son fundamentales para lograr cambios trascendentes, pero la escasez de espacios que mantengan este río fluyendo dentro de la comunidad LGBTQ+ no ayuda nada.
Dedicaré este espacio a estos dilemas, a la bonita anécdota y al amor, a la pedrada (como de que no) y, de paso, a escribir sobre mis lecturas y películas.
—“¡Si ya se pueden casar! ¿Qué más quieren?”, dicen los detractores. Chica, yo también quisiera saberlo, para quitarme esta sensación de “invitado tolerado” en esta vida. ¿Será que lo que necesitamos es amor? —Difícil la cosa. No tengo idea, pero bueno, será el punto de partida en esta primera (triple) entrega.
Debe haber algún proceso más o menos estándar: veamos, indispensable, otra persona (o varias, por qué no). ¿El sentimiento tiene que ser mutuo? Nah, yo me enamoré de Daniel Radcliffe y el vato ni me conoce, eso no invalida mis sentimientos (¿o sí?). ¡Hay que sentir! ¿Los psicópatas se enamoran?
No hablo solo de relaciones diversas, cuestiono los factores necesarios para que una relación prospere. Estoy buscando los ingredientes. Mmmm... ¿querer que pase? ¿Alguien se ha enamorado en contra de su voluntad? ¿Dónde queda eso de “el amor llega cuando menos lo esperas”? No lo dudo, pero creo que es imposible que alguien no quiera enamorarse. Digo, una cosa es que después de una ruptura uno reniegue de toda la especie humana y, como alcohólico, jure: “¡de esa agua no beberé!”, pero por más oculta que sea la intención, siempre existe. Y no, no creo que una víctima del Síndrome de Estocolmo esté enamorada.
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El amor es supervivencia: no hablo de trascendencia genética, sino de que un humano no podría sobrevivir sin un igual. Es imposible saber si alguien ha vivido plenamente aislado. Un recién nacido abandonado en un rincón olvidado del mundo jamás lograría una vida plena sin el contacto humano.
A ver, ChatGPT, así de botepronto: indispensables para enamorarse.
“Para enamorarse, los elementos indispensables incluyen la proximidad (que facilita el contacto frecuente), la similitud (que genera conexión al compartir intereses y valores)...”
Robot tonto. Su respuesta podría servir para tener una relación funcional, pero para enamorarse no. Enamorarse es arrojarse al pozo y ya. ¿No?Mi último pozo se llamaba Saúl.
En Zacatecas probé el mejor cóctel de mi vida. Aunque el barman lo preparó frente a nosotros, no me atrevo a reproducir la receta: solo recuerdo que llevaba mezcal y chile jalapeño. Mi gusto por el trago es conocido y con esas credenciales me atrevo a decir que es el mejor que he probado. He pensado en regresar solo por eso, pero el miedo de descubrir que ya no es el mejor me lo impide. Claro, ya no estoy hablando de cócteles, sino de chiles. Hablemos de Saúl: mi último amor y primer lovebombing-ghosting-bateo, o cualquier eufemismo aplicable a una decepción amorosa, a mandar a la chingada, pues.
Todo empezó en un bar, como en canción de Joan Sebastian: ... lo miré. Estaba tan bonito, tan sensual. OK, atracción física es necesaria. Era muy lindo, del tipo de lindo que cualquiera podría confirmar. Delgado, moreno, un poco más alto que yo, más joven, de cabello largo peinado a la James Dean, un bigotito delgado, muy dandy, muy Jacques de Bascher. Iba vestido demasiado formal para estar en un “speakeasy” de buchones con show de drags queens.
Probablemente las cosas pasaron diferente a como el alcohol me deja recordarlas, pero la única verdad es la que se cuenta, ¿veldá mamá Niu? Yo acompañaba a un amigo que buscaba curarse el desamor con la receta clásica: alcohol y otro clavo. Peregrinamos por varios bares del centro de Guadalajara, pero hasta el tercero nos atrevimos a lanzar el anzuelo. Carlos lo lanzó hasta el otro lado de la pista y yo me quedé con el vecino de mesa, un sinaloense muy tapatío. Bailamos, nos besamos, pero éramos conscientes de lo fugaz del asunto. Yo estaba en rodaje y la cuenta regresiva para volver a Saltillo ya iba en un dígito. Eran compras de pánico de souvenirs. Sinaloa acompañaba a una pareja de morras que solo dejaban de pelear para besarse, no tenía nada mejor que hacer.
Saúl llegó con un grupo variopinto. Se adueñaron del lugar como si un spotlight los siguiera y una lluvia de confeti los recibiera. Tomaron la última mesa, justo junto a la mía, y pronto invadieron mi espacio. Te metiste a la boca del lobo —pensó el pobre pendejo que escribe esto.
Debo describir mejor el lugar para explicar lo que sigue: antes de ser Isabella (después de su cirugía plástica mayor), se llamaba Club Ye-Yes. Tenían show travesti (antes de que nos gentrificara RuPaul) y cerveza barata. El escenario era del tamaño de una mesa para cuatro personas. Entre semana podías estirar las piernas. Ahora es como el smoke room del Gran Gatsby, si su mansión se encontrara en Mazatlán.
Una pantalla gigante dominaba el lugar; al centro, la pista iluminada y alrededor un aro de sillones capitoneados. Cada sillón tenía tres mesitas con una lamparita al centro. Muy Manhattan, según ellos. Yo estaba en la mesa del medio; a la izquierda tenía a Sinaloa y a la derecha llegaron Saúl y su tribu, que parecían veinte aunque eran seis. Tomaban fotos, shots de colores, se paraban a bailar. Como mosca, me colé en su espacio y cada que uno se paraba, aprovechaba para acercarme a Saúl.
Mi estilo no es furtivo: soy la flor que espera a su víctima, no el cazador. Pero era Guadalajara, me quedaban nueve días y él era hermoso. Solo nos separaba uno de sus amigos. Pedí otra ronda de shots para callar mi conciencia, los repartí entre todos y, como si la vida me agradeciera el gesto, sonó Guess de Charli XCX. El último obstáculo salió disparado a la pista y el equilibrio de Saúl se derrumbó. El tiempo bajó de velocidad. Estrobos llenaron la sala. Inventé una mirada de galán, lo vi, me vio, y sus ojos pasaron de coqueteo a pánico. Estaba al borde del sillón y, de alguna forma que aún no creo, le pasé una mano por la cintura y la otra por la nuca, quedamos cara a cara, como en melodrama coreano. Como final de tango.
—Perdóname, ya estoy muy ebrio —dijo.—No te apures, a todos nos pasa —contesté—. ¿Bailas?
Separar dos bombones derretidos hubiera sido más fácil que separarnos. No tengo idea de la música, pero sentía que bailábamos una coreografía ensayada. Sus amigos bailaban alrededor, pero él no se soltaba de mí: besos, caricias en los brazos y, a ratos, me tomaba del cuello para besarme otra vez, lento, muy lento.
De reojo vi a Carlos y también andaba ocupado.—¿Quieres ir a mi casa? —le dije. No sé de dónde se me metió ese súcubo que planeó y ejecutó todo, pero funcionó. Pedí la cuenta y el taxi al mismo tiempo. Cuando llegó el mesero, el coche ya nos esperaba.
Los estrobos nos siguieron a la habitación y escaparon con los mismos honores.
Prometo que tengo un punto, pero lo seguimos el otro viernes...