Como la dinamita, las redes sociales, la religión o el amor, que son capaces de desencadenar felicidades y tragedias, las encuestas son un arma de dos filos para la vida democrática. Lo estamos viendo en el actual proceso electoral. Benignas si operan de manera sana, perjudiciales si se utilizan para engañar.
Por el lado de sus positivos, sondeos y encuestas sobre la intención de voto de los ciudadanos se han convertido en una enorme ayuda para la legitimidad de los procesos electorales. ¿Por qué? Porque sin ello llegaríamos completamente a ciegas al día de la elección. El equivalente a una carrera de atletismo donde sólo nos enteraran de la foto de llegada a la meta, sin posibilidad de observar la evolución de la carrera.
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¿Cómo asegurar que en efecto lo que difundan las autoridades electorales corresponde realmente a las preferencias de los ciudadanos? Desde luego, una vía consiste en desarrollar instituciones electorales sanas, vigiladas y con amplia participación de la ciudadanía. Eso es un tema insustituible para conseguir comicios legítimos. Pero un robusto sistema de encuestas, capaz de ofrecer fotografías periódicas confiables sobre las inclinaciones de la población, constituye la mejor vacuna contra pretensiones arbitrarias por encima de la voluntad popular.
Por un lado, para los gobiernos autoritarios dificulta la posibilidad de “inventarse” un resultado que premie a candidatos poco favorecidos por los ciudadanos. Es difícil imponer como gobernador a alguien que mostró un rezago de más de diez o quince puntos a lo largo de los meses previos al día de la votación. No que no pueda hacerse, pero incrementa la factura política. Al menos les obliga a abandonar toda pretensión de presumirse democráticos a los ojos del mundo y de su sociedad.
Pero no sólo vacuna al poder contra una tentación autoritaria demasiado forzada. También constituye un importante referente para el resto de los contendientes. Hay varios requisitos para que un sistema democrático funcione cabalmente, pero uno de ellos, imprescindible, es que los participantes acepten su derrota y, en esa medida, legitimen el resultado de una elección. Es una lógica que vale para los juegos que jugamos en la primera infancia o para controversias en las sociedades más complejas. Carece de sentido una competencia en la que todos los derrotados desconozcan o invaliden el desenlace. Viviríamos en perpetua inestabilidad política.
Las encuestas son fundamentales para que los distintos competidores conozcan sus posibilidades reales, incluyendo sus “imposibilidades”. Puede entenderse que un candidato que sistemáticamente aparece con 20 puntos de desventaja sostenga a diestra y siniestra que las encuestas no son de fiar y que la realidad es otra. Pero en términos de credibilidad política sabe que sus pataleos posteriores están condenados a fracasar. Imposible convencer a la opinión pública de que le robaron la elección cuando en realidad nunca la tuvo a su favor.
En 2012 los sondeos hacían favorito a Enrique Peña Nieto sobre López Obrador por más de un dígito y terminó ganándole por 7 por ciento. Pero AMLO nunca tuvo ventaja en esa competencia. Morena cuestionó las violaciones a la ley, particularmente en el financiamiento ilegal (estafa maestra incluida), aunque el tema no pasó a mayores. Seis años antes, en cambio, cuando en 2006 las encuestas hacían favorito a López Obrador, aunque con un margen que se había ido acortando, la elección terminó con una derrota impugnada y movilizaciones en contra del fraude.
En suma, las encuestas son clave para que los contendientes acepten o no su derrota, más allá del discurso que sostengan durante la campaña. Hoy, el reclamo de la oposición en el sentido de que está en marcha una “elección de estado”, es explicable como discurso de campaña y, en todo caso, tendría que dar pie a denuncias puntuales sobre irregularidades allá donde las haya, desde luego. Pero la oposición no puede ignorar el sentido de la voluntad popular claramente expresado en las encuestas en favor de Sheinbaum. Levantamientos como el del diario Reforma, un medio claramente contrario a la 4T, dejan pocas dudas. Se trata de una institución privada que hace una consulta independiente a ciudadanos particulares, con un saldo categórico de 24 por ciento de ventaja para Sheinbaum. Un ejercicio en el que no hay intervención oficial alguna que pudiera generar “sospechosismo”. Por lo demás, coincide con el grueso de las encuestadoras más conocidas e institucionales. Al margen de sus simpatías ideológicas, Reforma se ha ganado un prestigio en materia de encuestas. ¿Con qué argumentos políticos podría Xóchitl acusar el 3 de junio que el resultado traicionó a los ciudadanos? Pero lo mismo vale para gubernaturas que llegue a perder Morena en las que los sondeos hoy en día no le favorecen. Benditas encuestas.
No es de extrañar que hayan surgido encuestadoras patito capaces de ofrecer resultados que se separan notablemente de la media. Es demasiado lo que está en juego como para que los contendientes no intenten intervenir en algo tan decisivo.
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Ciudadanos, medios y opinión pública tendríamos que convertirnos en una especie de tribunal del profesionalismo de las encuestas, para reconocer aquellas que fueron capaces de fotografiar con relativo acierto el resultado electoral y aquellas que operaron con sesgo sospechoso. Es irresponsable que analistas que gozan de relativa influencia y presumen su honestidad intelectual, validen exclusivamente a las encuestas que coinciden con sus deseos políticos, al margen de la reputación de los autores, de la cual ellos son perfectamente conscientes.
El propio INE debería establecer un criterio al respecto para los siguientes comicios. Una especie de guía michelin o algo semejante a la calificación crediticia de los países; algo que otorgue una marca de confianza a las empresas razonablemente confiables, dentro de los márgenes de error, y separarlas de las empresas voladoras de reciente creación o veteranas que elección tras elección se prestan a la instrumentación política. Un criterio provisional, me parece, es la relativa credibilidad que merecen las que divulgan El País, El Universal, El Economista, Reforma o El Financiero apoyados en casas de larga tradición como Mitofsky y equivalentes. Querámoslo o no, las casas encuestadoras juegan ya un papel fundamental en los procesos electorales. Tenemos que asegurarnos de que sea responsable y profesional y no lo contrario.