El tesoro de Parras: la fe
La fila es larga, pero está llena de gente contenta aunque el sol está en todo lo alto. Los rostros de los niños, que son muchos, muestran felicidad. Esperan.
Una calle angosta de Parras de la Fuente hizo que un camión que transportaba turistas en el día más festejado del año, el de la Santa Cruz, tuviera que maniobrar para tomar el regreso y continuar el tour. Mientras, otro camión espera a que termine con la operación.
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Desde el autobús, los turistas pueden apreciar las caras felices de los niños que juegan con platos y tóperes; las mamás con cazuelas, ennegrecidas en la base por el uso de la hornilla; algún adolescente lanza al aire y recoge al vuelo un plato de plástico.
Permanecen en la fila para recibir la reliquia: guisado de carne de puerco, tradición religiosa, que se entrega en carpas más adelante. Mujeres lo ofrecen gustosas, ellas desde ollas gigantescas que hablan de la cantidad de personas para las cuales están preparados.
Los pobladores están de fiesta. Hay danzantes en torno a las mujeres que ofrecen el guisado; los tonos de música inundan la atmósfera y los aromas se esparcen por el valle. El día es muy soleado, pero la brisa acaricia los rostros, y revolotea los cabellos y hace brincar los sombreros.
Los puestos en la calle principal mercan llaveros con motivos parrenses; pulseras de tela, dulces, vinos de esta misma verde región; espantasueños. Hay tantos y tan diversos que uno pensaría que no se acabará la venta. Pero también son muchos los turistas, así que la mercancía terminará yéndose.
En lo alto está el motivo principal de la fiesta. Suspendida en una descomunal e imposible construcción rocosa, el cerro del Sombreretillo, se encuentra una sencilla capilla que venera el Santo Madero. Se construyó llevando el material cargado sobre los hombros de la gente del pueblo y en los lomos de animales de carga. Tardó en levantarse 12 años, a finales del siglo 17, y desde entonces es otro orgullo de Parras, acaso el más entrañable.
Flores de papel maché adornan el pasamanos del andador, antaño de tierra, se dice con emoción. También cartelones que piden se cuide, proteja y respete el acceso a la capilla. De inmediato se apodera del espíritu una sensación de paz y tranquilidad al pasar el umbral. Pero más allá de estas sensaciones, surge un algo especial difícil de interpretar, inexpresable.
Una sensación mística que nos une con todos aquellos que lo edificaron; de los pobladores que suben a orar, y de todos aquellos que piden al Santo Madero un favor y luego regresan a cumplir la manda.
Alfredo Monsiváis, el encargado de cuidar la capilla, comparte que solicitó al INAH pintura blanca para la capilla. Se acercaba la fiesta. Su característico blanco reverbera con el sol pegándole de frente.
Monsiváis explicaba gesticulando con las manos, cuando de pronto se lleva un dedo a la boca, señalándose a sí mismo silencio. Queda inmerso en él unos segundos: observa a una joven, camiseta de algodón con el logo de Batman al centro y pantalón color de rosa. Ella viene ascendiendo la cuesta.
En el momento de penetrar en la capilla, la felicita: “Lo lograste”. Ella sonríe. Alfredo regresa a la conversación y explica: “Ha subido en tres horas y media. De rodillas”. Enseguida expresa: “La fe”.
Luego habla de los invernaderos que se distinguen a lo lejos: “Cultivan tomate y chile”. “Chile morrón”, complementa mi amiga. “Usted sí sabe”, le dice Alfredo. “Usted es ingeniera, ¿verdad?”.
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Conversan ambos del laboratorio recién inaugurado del que se habla en la región. “Es muy importante”, apunta el hombre. “Yo trabajaba con un señor que tenía nogales y enfermaron. Saber las condiciones que tienen los árboles es muy importante para poder salvarlos cuando enferman y cómo analizar los cultivos”.
En Parras de la Fuente, los pobladores continúan y conservan con sus tradiciones frente a la mirada admirada del turista. Pero eso no los inmuta. Lo auténtico está en su fe.