Elogio del motel de paso
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Este amigo mío carga un sentimiento que lo desazona. Solía ir hace algún tiempo, en su ciudad, a moteles de paso −ahora llamados de corta estancia o pago por evento−, y las tarifas eran muy elevadas. No había muchos establecimientos de ésos; su escasez hacía que fuera alto el precio de las habitaciones. La ley de la oferta y la demanda opera también en el campo de lo erótico. Así, con frecuencia mi amigo debía ponerse simbólicamente en lista de espera, como en los aeropuertos, pues en ocasiones había hasta una docena de automóviles delante del suyo. Aquello de esperar habitación era realmente muy molesto, si se toma en cuenta la urgencia del caso y la vehemencia de los deseos que lo llevaban ahí con su pareja de turno.
Pasó el tiempo, y por razones que desconozco se operó en mi amigo una conversión religiosa que lo llevó a apartarse del pecado, sobre todo de los relacionados con el sexto y noveno mandamientos. Esa transformación espiritual coincidió con un boom de moteles. En todas las ciudades empezaron a proliferar. Aquí mismo, en Saltillo, surgieron como hongos, siendo que durante mucho tiempo el único motel de paso que había localmente era el asiento trasero del automóvil. Alguna vez dije en una intervención ante la secretaria de Turismo que ese aumento registrado en Saltillo en el número de moteles de paso era prueba indubitable del gran empuje de los saltillenses.
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Se multiplicaron, pues, tales establecimientos en la ciudad donde vive mi amigo, y de nuevo la ley de la oferta y la demanda se aplicó, pero ahora al revés: bajaron considerablemente las tarifas de los moteles. Según los grandes rótulos de anuncio, tenían un descuento del 50 por ciento. Además se ofrecían promociones especiales: no sólo había habitaciones con jacuzzi: también las había con mesa de billar −no sé para qué diablos podrá servir en estos menesteres una mesa de billar−; algunos moteles tenían hora feliz: dos bebidas −no dos refocilaciones− por el precio de una. Otros daban a la clientela una cerveza con botana al mediodía, cortesía de la casa.
Mi amigo soñaba con aprovechar tan atractivas gangas (y no le habría faltado con quién), pero su repentina conversión le impedía beneficiarse con la reciente baratura y disfrutar aquellas atractivas promociones. Cuando pasaba frente a un motel y veía el anuncio de las económicas tarifas en vigor sentía lo mismo que debe sentir un alcohólico que dejó de serlo cuando mira en el súper, a mitad de precio, la botella de la que fue su bebida predilecta.
Me preguntaba mi amigo si debía volver a sus antiguas costumbres moteleras durante el tiempo que el arancel estuviera a la baja, y convertirse otra vez a la religión cuando la carestía regresara, pero yo le hacía ver que esa actitud, si bien plausible desde el punto de vista financiero, no lo era tanto en lo que concernía a la moral. Se quedaba muy pensativo, y luego exhalaba un suspiro de esos que se llaman hondos.
No se puede tener todo en esta vida, es la verdad. Jamás hay felicidad completa. Esperemos, sí, que en este tiempo no haya circunstancias económicas, como las que la 4T propicia, que dañen a esos insignes establecimientos, los moteles de paso, a los que se puede aplicar la sabia reflexión que hacía Cervantes acerca de las alcahuetas. De ellas dijo que son necesarias en toda república bien concertada. La frase es aplicable también a esos beneméritos moteles, cuyos dueños deberían recibir preseas por parte de la Cámara de Comercio, y reconocimientos del Consejo Coordinador Empresarial, pues le evitan a la Humanidad en general, y a la humanidad de cada quien, muchas incomodidades.