Equidad, justicia, respeto: las exigencias del 8M
La ciudad amaneció otra. Distinto su rostro, distinto su ambiente. La tarde anterior, la del 8 de marzo, miles de mujeres marcharon desde el Tecnológico de Saltillo y se reunieron con cientos más en la Plaza San Esteban de la Nueva Tlaxcala.
Sus demandas, el respeto a su vida, a su integridad, a su dignidad; el acceso a la justicia, el reconocimiento a la equidad y a cada una de sus decisiones. A tomar sus propias determinaciones, a obtener igualdad de condiciones.
Se hicieron escuchar con gritos, con cantos, con pancartas, con el sonido feroz de motocicletas; se hicieron ver con vestimenta moradas unas; verdes, rojas, otras, y de cualquier color algunas más: no importaba si quizá no portaban los colores que identifican el movimiento, pero igual participaban en él con la potencia de sus gargantas y las lágrimas rodando por las mejillas.
“Las maternidades, al centro de la Plaza”, se auxilia con un altavoz una de las organizadoras. “Por favor, todas las que traen niños, trasládense al centro de la plaza, subiendo las escalinatas”. El contingente que va arribando, sobre la calle Allende, numerosísimo, que terminará por contarse en miles, alcanza ya la calle Aldama.
La ola de mujeres arriba al punto de reunión. El canto, el himno, los gritos en contra del gobierno. Alzan sus pancartas y, desde cada inscripción, ahí también se escuchan sus voces: “Yo soy la mamá que enseñará a mis hijos a respetar a las mujeres”; “El silencio mata”; “Hay que hacer del mundo un espacio seguro”; “El lugar de una mujer es en la resistencia”; “Si mañana no vuelvo, recuérdame en los atardeceres”; “Calladita no me veo más bonita”; “Soy la futura maestra de las niñas que jamás tocarás”; “Soy la historia que no conoces”.
Una niña con mallas negras, recogido el cabello en un moño de flores moradas, mismo color de su vestido, lleva en su espalda el letrero con la leyenda: “Quiero crecer sin miedo”. Esta niña lleva ya, al igual que su mamá, un pañuelo; la niña verde, la mamá en color morado.
Un grupo de jóvenes trae consigo una hielera; en su interior, botellas de agua. La pancarta que porta invita: “Aguas gratis”. Las alcanza otra joven que acerca un paquete de 36 botellas de agua. Las niñas las observan, curiosas, y piden una. Las madres, para sus pequeñas hijas. Otras más, para compañeras de al lado.
Mientras, una mujer, 60 años, poco más, es auxiliada por quien parece su nieta: le acomoda el pañuelo morado alrededor del cuello. No cesan los cantos; no cesan las protestas. Se toman fotografías personales; se plasman las de los contingentes; se dibujan las que los dos drones toman desde lo alto.
El sol va declinando, pero no así la protesta y las consignas, y sigue dejar impresa la tinta morada. Alrededor de las 5:20 de la tarde, una mujer se trepa por la escultura de la plaza para dejar impresa en ella los colores del movimiento y protesta.
Más tarde, al día siguiente, surgirán voces contrarias: “Estoy de acuerdo con el movimiento, pero no estoy de acuerdo en el vandalismo”. Las madres de mujeres desaparecidas, las hijas de quienes fueron asesinadas o violadas, con nombres y apellidos, no un número o parte de la estadística, construirán un discurso contrario y certero: “Si se tratara de su hija, si se tratara de su hermana, de su madre, abuela, tía o pareja, o amiga o compañera de trabajo, ¿no haría usted lo mismo?”.
La visibilidad está en este ahora y las mujeres han salido, hemos salido, a demostrarla.
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