Hablemos de Dios 227: por las tardes no bebo café
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Lo he contado antes: por las tardes no bebo café. Nada. Ni una taza. De por sí padezco insomnio y desde joven, imagine usted tomar una taza de café amargo por la tarde o noche: sería cavar mi tumba en vida. Padecer el aguijón de la angustia y desesperación, llegar a las simas de la desesperación por no dormir ni descansar. Aunque sea horas, como yo lo hago. Es decir, es una lucha a muerte contra el feroz insomnio, esa fiera carroñera la cual a dentelladas lentas y casi como caricia, te va engullendo y depredando, comiéndote todas las noches. “Yo dormía, pero mi corazón velaba”, dice Cantares 5:2.
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Es la llamada “peste del insomnio”, la cual es coxa maléfica en “Cien años de Soledad” de Gabriel García Márquez. En mi caso, así está uno toda la noche; entre dormido y despierto, ni dormido ni despierto. Mientras el corazón descansa, el pensamiento y la cabeza velan. Llegan entonces los monstruos y pesadillas los cuales nos pueblan y martirizan no pocas veces. Pero bueno caramba, cometí un error hace pocos días: tomé un buen café cargado un día cualquiera. Eran las 7 y fracción de la tarde. Incluso, no fue la taza completa. Fue la mitad. Lo disfruté mucho. Sólo para odiarlo y maldecirlo de noche y toda la noche.
¿Qué es la noche? Para decirlo en verso de Charles Baudelaire, la “amiga del criminal desvelo”. Aunque sí trabajé un buen rato y de buen talante, me empezó a inquietar lo siguiente: no llegaba ni brizna de bostezo. Menos cansancio. Menos algo de la pesadez o nubosidad del sueño. Nada. Quise irme a mi cama. De hecho me fui, y aquello era imposible. Parecía pollo asado en rosticería: revolcándome y dándome vueltas en mi propia y lánguida desesperación.
Hice entonces una acción la cual practico periódicamente y más cuando las condiciones son ésas: me paré, me puse mi bata de dormir, fui a cualquier rincón de mi biblioteca y miré las filas de libros ordenados y acomodados como un ejército espartano.
Al azar, tomé uno. Era una novela. Vi su portada, su título y su autor. La devolví a su sitio. Luego y por segunda ocasión, repetí la operación. Ahora fue otra novela la cual devolví a su sitio. Di dos o tres pasos, estiré la mano y saqué un delgado libro de pastas grises y tapa dura. Lo abrí como suelo hacerlo periódicamente, insisto en ello: cerrando los ojos, formulando una pregunta en mi mente, abrir el libro al azar y señalar con mi dedo índice cualquier lugar de su página...
A saber la “respuesta” del libro a mi pregunta: el texto fue “El silencio de Dios”, breve e intenso cuento del maestro Juan José Arreola en su libro “Confabulario”, el cual de tan bueno y como forma parte de mi alfabeto, lo mandé en su momento encuadernar en tapa dura de un color extraño e inexistente hoy: gris Oxford.
Una belleza de libro físicamente. Y no, no es broma lo siguiente. Renegando de Dios por no poder dormir, abrí el libro en dicho cuento “El silencio de Dios”. Y usted lo sabe, el texto trata precisamente de un tipo, un ser humano cualquiera (como su servidor) el cual y en las cimas de la desesperación por tratar de entender y alejarse del mal y tratar de hacer el bien, le escribe una carta a Dios, una misiva donde le explica lo anterior bajo su argumentación y sí, le pide una respuesta adecuada.
ESQUINA-BAJAN
Apenas en el tercer párrafo del texto del maestro Arreola, el narrador escribe: “Las circunstancias me piden un acto desesperado y pongo esta carta delante de los ojos que lo ven todo”. Líneas más adelante al retratarse como personaje, el protagonista me retrata a mí y claro, a no pocos lectores y esto es precisamente la potencia del creador, la portentosa imaginación del maestro Juan José Arreola: “Cerca o lejos debe de haber otros que también han sido acorralados en noche cómo ésta. Pero yo pregunto: ¿Cómo han hecho para seguir viviendo? ¿Han salido siquiera con vida de la travesía?”.
¡Caramba con el silencio de Dios y las letras del maestro Arreola! Sus cuestionamientos son puntillosos y demoledores. En la hora del lobo donde no hay consuelo ni esperanzas, donde sólo ese inasible Dios nos puede ayudar, no pocas veces es cuando más mudo está. El silencio de Dios. ¿Entonces Dios tiene preferidos a los cuales si les “habla” y todo el tiempo y en todo lugar, como a los santos y hermanos cristianos? A mí y en esa noche de sombras funestas, me dejó tirado en las ruinas de mi delirio nocturno.
Por cierto, párrafos después, el personaje del maestro Arreola habla del feroz insomnio el cual ha todos martiriza: “Y si no viene el sueño, siquiera el sueño como una pequeña muerte para saldar la cuenta pesarosa de este día, en vano esperaré mi resurrección”. Líneas atrás se lee: “Cada noche me encuentro aplastado por los escombros de un día destruido, de un día que fue bello y amorosamente edificado”. Un día amorosamente edificado, pero al llegar la noche, se desmorona en un segundo cuando no llega el benefactor sueño y entonces nos convertimos en lagartijas o cualquier sabandija bajo el fardo de los escombros del día completo. La luz ya perdida.
LETRAS MINÚSCULA
Ficha técnica: “Confabulario”, Juan José Arreola. 120 páginas. 1975. Joaquín Mortiz.