Hablemos de la paz...
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Los diferentes pueblos de la tierra reflejan la riqueza de su diversidad cultural y el valor de una identidad que no es más que la raíz de la que brotaron cada uno. Son tiempos para que se fortalezca la unidad, la igualdad y el respeto a la pluralidad que define a cada uno de ellos. Nuestro país, verbi gratia, es todo un mosaico representativo de los que en el habitamos, pero al margen de que seamos coahuilenses, jaliscienses, sinaloenses, oaxaqueños o yucatecos, nuestra Carta Magna expresa que somos mexicanos, y que los derechos y las obligaciones establecidos son para todos. La igualdad ante la ley es uno de los principios más valiosos de nuestra democracia.
La unidad no debe entenderse como uniformidad, sino todo lo contrario, es precisamente la diversidad la que nos hace únicos. El respeto y el entendimiento es lo que nos permite avanzar juntos hacia un futuro en el que cada mexicano se sienta parte de un gran proyecto en común pero sin dejar de lado nuestra identidad en particular. México vivió tiempos muy duros para convertirse en nación, por ello es relevante conocer nuestra historia, para no dar las cosas por hecho. Fue el consenso lo que nos permitió la pacificación, al final del día la etapa de los balazos, la inquina, los asesinatos, y de toda esa abyección que cobró vidas al por mayor, tuvo que darle paso a la paz. Solo en tiempos de paz pueden gestarse el desarrollo y el bienestar generalizados.
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Si se puede convivir en la diversidad, para ello deben de privilegiarse el respeto mutuo, el diálogo y el entendimiento. Es un deber que tenemos como mexicanos y como ciudadanos. Ojalá que lo entendiéramos todos así. La prosperidad de una nación depende en mucho de este espíritu de concordia y de respeto. Dios ampare a nuestro país de quebrar el pacto que un día se firmó y nos ha permitido transitar, no obstante las dificultades, inequidades – que persisten – y demás problemas irresueltos, por un camino que los antepasados de los siglos XIX y primeras décadas del XX, ni en sus más caros sueños imaginaron que pudiera darse.
Vuelvo la vista hacia el panorama internacional y me estremece lo que está sucediendo en otras latitudes del mundo del que somos parte. La guerra, los conflictos bélicos lo primero que provocan es pérdida de vidas humanas, de dolor inimaginables a los pueblos que los sufren. Los impactos arrasan con las infraestructuras, devastan económicamente, destrozan el entorno natural. Las guerras son sinónimo de desastre total. Que razón encierra la frase del periodista español Julio Anguita, “...malditas sean las guerras y los canallas que las hacen.”
Las guerras no son producto de generación espontánea, se reproducen por desavenencias y contradicciones que se tornan inmanejables. Devienen del capricho de mantener privilegios o determinadas formas de vida. Las guerras han hecho multimillonarios a países, o todo lo contrario. El país vecino, y esto no es ningún secreto, cimentó su economía, hasta convertirla en la número uno a nivel mundial, vendiendo armas. El primer exportador del planeta. Hoy día la guerra en Ucrania y la del Medio Oriente, han llevado a las nubes las cotizaciones en la bolsa. Europa Occidental es el cliente más importante de los norteamericanos, representan el 72% del total de sus exportaciones. En 2023, según datos del Instituto Internacional de Investigaciones para la Paz de Estocolmo, el gasto militar mundial aumentó un 6.8%, traducido a cifras se trata de 2, 4 billones de dólares. Las cifras actuales no las encontré, pero deben de ser superiores. ¿Y cuántas personas hoy día no tienen ni para solventar sus carencias básicas? ¿Y cuáles son las proporciones de la devastación ecológica?
Y se perfilan ya otras potencias, alentadas por la convergencia de intereses estratégicos, como China, Rusia, Irán y Corea del Norte, y la de Asia-Pacífico, en la que destacan Japón, Corea del Sur. El empuje de China incursiona en Latinoamérica, a Estados Unidos le sobresalta su presencia en México. Ya el próximo presidente norteamericano empezó a cantarle las cuarenta a nuestro país.
Toda esta barbarie me aterra, sobre todo por las nuevas generaciones. ¿En qué clase de planeta va a tocarles vivir? La crisis eco social global daña de manera irreversible la biosfera, hunde a la humanidad en una hecatombe geopolítica de la que va a ser muy difícil escapar. Y no se escuchan voces que denuncien semejante tragedia. Solo el Papa Francisco ha hablado de la “gran desmesura antropocéntrica” que ha ido imponiendo una racionalidad científico-técnica en la que predomina la lógica del máximo beneficio con el menor costo económico, y esto lo digo yo, en la que vale sorbete el cuidado del planeta y la paz mundial ni a quien le importe. Es el materialismo en toda su manifestación deleznable. Y viniendo del Papa este señalamiento, es perfectamente entendible, porque esta “nueva” concepción del ser humano rompe con todo lo prescrito en la doctrina cristiana. El cristianismo postula el amor al prójimo. Sus postulados básicos son la justicia, la rectitud, la misericordia y el amor.
La guerra es DESTRUCCIÓN. Destruir al “enemigo” es el objetivo número uno de una guerra. La noción de ecocidio, apunta a esta estrategia concebida para destruir al oponente arrasando con todo aquello que le permita sobrevivir. Las consecuencias ecológicas de las guerras conllevan una dimensión y una perduración indescriptible. Ahí están como evidencia estrujante lo que armas químicas como el napalm o de defoliantes como el agente naranja causaron en la guerra de Vietnam o en los territorios del Vietcong. Sus ecosistemas a la fecha no se han recuperado. Se requiere un cambio de paradigma en la forma de tratar los problemas globales, una el que se incorpore una concepción positiva de la paz.
Empecemos por casa, ya es tiempo de que los niños no tengan como acompañante una tablet, un celular, ya ni menciono a la tele, porque esa ya pasó de moda. Los padres deben asumir su responsabilidad de amor con sus descendientes. Escuche música con sus hijos, lea con ellos, celebre sus dibujos, son un reflejo de lo están viviendo, aplauda sus bailes, cólmelos de besos y corríjalos a tiempo. La infancia es una, de los progenitores depende que la vivan a plenitud, que la guarden con amor en su corazón para que cuando sean adultos recurran a ese recuerdo para sentirse y ser felices.