Historia de un celular

Opinión
/ 20 noviembre 2023

Trabajaba yo de aprendiz de reportero en El Sol del Norte. Mi jefe de redacción era don Cipriano Briones Puebla, periodista que había envejecido en el oficio, hombre muy sabio. A veces llegaba yo con la libreta en blanco.

-No encontré ninguna noticia, señor Briones −le decía apenado.

-Armando −me amonestaba él paternalmente−. Hasta debajo de los ladrillos hay noticias.

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Hago una paráfrasis de su aseveración, y digo ahora que hasta en los celulares hay historias. Ésta que voy a narrar me la contó un muchacho que me sirvió de guía y conductor en un recorrido que acabo de hacer por el Bajío. Vivía ese muchacho en una ciudad del norte del país, y ahí tenía su novia. La chica era unos años mayor que su galán, y ya quería casarse. Pero él carecía de recursos para afrontar el compromiso. En su ciudad no había buenos trabajos, de modo que determinó irse “al otro lado” para juntar dinero.

-Está bien −aceptó ella−. Pero dentro de un año, en esta misma fecha, te tienes que casar conmigo.

Lo prometió él. Acuciado por las instancias de la ansiosa novia juró y perjuró que transcurrido ese plazo regresaría a desposarla.

El muchacho tenía un primo en Guanajuato, que había ido ya a los Estados Unidos como indocumentado. Le habló por teléfono para pedirle consejo sobre la forma de intentar el cruce.

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-Vente para acá −le dijo el primo−. Dentro de algunos días va a salir un grupo a la frontera. Puedes irte con ellos.

Hizo el viaje a Guanajuato, pues, el protagonista de mi historia. El primer día que estuvo ahí su primo le presentó a unas muchachas.

-Al ver a una de ellas, señor –me dijo−, me enamoré perdidamente, locamente, desesperadamente, y eche usted todas las “mentes” más que quiera. Ella se dio cuenta (ellas siempre se dan cuenta; esto lo digo yo), y cuando le pedí una cita para el siguiente día aceptó. Seguimos saliendo. A la semana le pedí que fuera mi novia. Aceptó. Yo estaba en el paraíso. La otra, la que había dejado en mi ciudad, se me borró de la memoria por completo. Enamorado como estaba, ya no me fui al otro lado. Busqué trabajo ahí mismo, y lo encontré. Ella trabajaba también, y empezamos a juntar dinero para casarnos.

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-Pero el tiempo iba transcurriendo (el tiempo siempre transcurre; esto lo digo yo). A veces me acordaba del compromiso que tenía. Entonces se me iba el sueño. No le decía a mi novia de Guanajuato, por miedo de perderla, que en el norte había dado palabra de matrimonio a otra novia. Y no tenía valor para llamar por teléfono a la de allá y deshacer mi compromiso. Vivía al mismo tiempo un cielo y un infierno. Mientras tanto los meses iban pasando, y se acercaba la fecha en que debía cumplir el compromiso. Un día...

Aquí interrumpo al muchacho en su relato. El espacio se me va acabando, y aunque estoy en suspenso por saber en qué acabó todo esto me veo en la precisión de dejar el final para mañana. Lo único que puedo decir es que no sé si la historia que estoy contando trata de los tormentos del amor o trata del progreso en las comunicaciones. Me ayudarás a decidir esa cuestión si lees mañana la segunda −y última− parte de esta relación.

(Continuará)

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