Historia de un elefante
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México es un país maravilloso. Aquí se puede hacer cualquier cosa. Si Nuestro Señor hubiese dicho en territorio nacional aquello del camello y el ojo de la aguja, antes de terminar su frase algún mexicano habría hecho pasar dos o tres camellos por el ojo de una aguja, y se habría quedado tan campante.
No un camello, sino algo aún más grande, un elefante, pudo pasar hace años un empresario de circo por el puente internacional, de contrabando. Eso no fue un milagro, desde luego: fueron cuatro milagros y medio. Quiero decir que el cirquero pagó cuatro mil quinientos dólares de mordida para meter a Benny en el país.
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Benny... Acá le cambiaron el nombre para que nadie lo reconociera. Ya se sabe que todos los elefantes son iguales. Ni siquiera las elefantas los pueden distinguir, sobre todo porque casi siempre los tienen atrás. Pero por el nombre sí lo podían sacar. Entonces a Benny lo llamaron Dumbo, que es un nombre bastante original. ¿A quién se le ocurriría? Surgió un problema, sin embargo. El domador gritaba:
-¡Dumbo!
Volteaban diez o quince chiquillos orejones, y hasta media docena de señores que en su niñez habían cargado el remoquete, pero no volteaba Benny, pues no entendía por Dumbo. Entonces el domador tenía que gritarle:
-¡Benny!
Así se supo la verdad, que siempre acaba por aparecer, incluso en territorio nacional. La noticia del contrabando paquidérmico salió en todos los periódicos del país con titulares tamaño elefantino, y Benny, el elefante que entró sin pagar taxes, se convirtió en héroe.
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Mi querido primo Rubencito −el Profesor Jirafales, por más señas−, que de Dios goza ya y que sabía mucho del espectáculo circense, dijo que el cirquero contrabandista se iba a poner feliz. La publicidad que su elefante estaba recibiendo valía mucho más que los 4 mil quinientos dólares −sin flete− que pagó por traerlo. Recordó Rubén el caso de P.T. Barnum, el más grande empresario circense que ha existido, y de su célebre elefanta Jumbo. Cuando la iba a embarcar en un navío inglés para llevarla a Estados Unidos, la gorda se negó a subir a bordo. En vez de irritarse por aquella conducta caprichosa, Barnum llamó a los periodistas londinenses: la elefanta amaba tanto a Inglaterra, les dijo, que no quería salir de la hermosa isla. Durante medio año todas las funciones del circo estuvieron llenas de un fervoroso público que iba a aplaudir a la patriótica trompuda. Cuando disminuyó el fervor −los fervores siempre disminuyen− mister Barnum se llevó su elefanta a Estados Unidos. Entonces anunció con bombo y con platillo que por fin llegaba la estrella favorita de Inglaterra −durante seis meses los británicos se habían negado a dejarla salir−, que ahora pertenecía a los americanos como una victoria más sobre el antiguo poder de la metrópoli. Durante medio año todas las funciones del circo estuvieron llenas de un fervoroso público que iba a aplaudir a la patriótica trompuda.
Lo mismo sucedió con Benny. Bien dijo mister Barnum, profundo conocedor de la naturaleza de los elefantes, y conocedor más profundo aún de la naturaleza humana: There’s a sucker born every minute. Eso, en cristiano, quiere decir: “Cada minuto nace un pendejo”.