Historia de un milagro
COMPARTIR
TEMAS
La esposa de don Tomás Berlanga había hecho una severa promesa religiosa, una muy fuerte manda: hizo voto de enclaustramiento. No saldría a la calle hasta que su marido, que se había proclamado públicamente ateo, volviera al camino de la fe y rindiera la cerviz al suave yugo de la religión, que entonces era solamente la católica.
Durante varios años vivió la señora encerrada a piedra y lodo entre las cuatro paredes de su casa. En ella hizo construir un oratorio con un pequeño altar que presidía la doliente efigie del Señor de la Capilla. Ante el Crucificado se postraba todos los días la buena mujer, y le ofrecía sus aflicciones y su llanto a cambio de que cesaran los extravíos de su marido y lograra la eterna salvación.
TE PUEDE INTERESAR: Dichos charros y charros dichos
No sé qué sucedió aquella noche. De cierto nadie lo sabrá jamás. El caso es que se oyeron sonoros gritos en la casa de don Tomás Berlanga. Era él mismo quien gritaba. Sus voces sonaban como desesperados alaridos en las vastas habitaciones de la casa, y resonaban en la calle, repetidas por el eco.
Se apresuró la esposa de don Tomás a dar auxilio a su marido. Pensó que lo había acometido un ataque de corazón o de cerebro, algún accidente mortal de los que acaban en un minuto la vida de los hombres. Pero no: don Tomás estaba, si no bueno, por lo menos sano. Se abrazó a ella como un niño a su madre. Entre llanto y congojas le contó que el diablo se le había aparecido, y que lo vio clarito, “con sus dos colas y sus cuatro cuernos”.
A esa hora de la noche salió corriendo don Tomás Berlanga de su casa, que estaba -si la memoria de mis ancestros no me engaña- por la calle de Castelar, cerca de la antigua Penitenciaría. Así corriendo llegó a la capilla del Santo Cristo, y empezó a dar grandes golpes en la puerta, pidiendo que le abrieran. ¿Quién le iba a abrir a esas horas? Ni siquiera el toque de alba se daba todavía.
Esperó ahí el gran positivista, temeroso de que se le volviera a aparecer “el nombrado”, como le decían al diablo nuestros paisanos, pues temían que si pronunciaban el nombre del demonio fuera éste a venir, pensando que lo habían llamado. Por fin, clareando ya el crepúsculo de la mañana, llegó el sacristán y abrió la puerta de la capilla. Entró presuroso don Tomás, antes aun que las vejucas que solían oír la primera misa; se postró ante el Cristo Santo, y le pidió perdón por todas las culpas y malandanzas de su vida. Un suave sosiego le poseyó el ánimo y lo fue llenando de serenidad.
En su hogar la esposa de don Tomás Berlanga estaba también de rodillas, llorando ante Jesús en su oratorio. Dicen que dijo que el Cristo le sonrió, y que por eso supo que su marido estaba perdonado. Abrió de par en par la puerta; por primera vez en muchos años salió a la calle, y dejó que el sol del nuevo día irrumpiera en el sombrío zaguán. Los pájaros cantaron en sus jaulas y en las ramas de los árboles. Por las casas y huertas del Saltillo se tendió como una bendición la paz de Dios.