Julian Assange: Un mal día para la libertad de prensa
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La liberación de Julian Assange ha sido celebrada en el mundo, pero no hay nada qué festejar, salvo para él, su familia y sus amigos, porque tras 14 años de persecución y cárcel, ha dejado de ser buscado por Estados Unidos. Assange, fundador de WikiLeaks, la plataforma a través de la cual se difundieron más de 250 mil documentos secretos y videos, quedó en el centro de una controversia internacional sobre la seguridad nacional y la libertad de prensa, en donde ganó la primera, con lo cual el mensaje para quienes buscan en la información confidencial de los gobiernos, limitar y evitar sus abusos es ominoso.
Assange es un hombre libre, pero no porque un jurado lo encontró inocente de las acusaciones en su contra, sino como resultado de una negociación con el Departamento de Justicia de Estados Unidos, donde se declaró culpable de una imputación por conspiración y por publicar documentos clasificados del gobierno de ese país, por lo que fue condenado a 62 meses de prisión, que no cumplirá porque se le tomaron en cuenta los meses que pasó detenido en una prisión en el Reino Unido. Está libre, pero el precedente que deja el caso será una amenaza permanente para el periodismo de investigación.
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El laborista Julian Hill, miembro del Parlamento australiano le dijo a la prensa de su país que “nadie debería juzgar a (Assange) por aceptar el acuerdo para salir de la cárcel y regresar a casa”, tratando de minimizar lo sucedido. Pero la abogada de Assange, Jennifer Robinson, dijo al salir de la corte en las Islas Marianas, que el caso contra el fundador de WikiLeaks ha sido “la amenaza más grande a la Primera Enmienda en el Siglo 21”. La Primera Enmienda un pilar constitucional de la democracia en Estados Unidos, defiende la libertad de expresión y ha sido fundamental en la protección legal de medios y periodistas.
El pacto, sin embargo, admitió Robinson, “sienta un peligroso precedente” porque “supone la criminalización del periodismo”. Assange tuvo que aceptar que violó la Ley de Espionaje de Estados Unidos, que prohíbe obtener cualquier información y fotografías relacionados con la defensa nacional, que pudiera ser utilizado para dañarlo. Pese a que la ley data de 1917, nunca se había utilizado, y menos contra un extranjero como Assange, que es australiano, que fue uno de los argumentos que utilizó infructuosamente su defensa.
La extraterritorialidad fue uno de los alegatos que presentó el gobierno australiano y miembros del Parlamento de ese país durante dos años de negociaciones discretas –“no creo que todos los asuntos de política exterior tengan que ser hechos con un altavoz”, dijo en un momento el primer ministro Anthony Albanese, clave en su liberación–, pero no fue escuchado. Hace escasos tres meses, cuando se abrió por primera vez la puerta para que Assange quedara en libertad, el secretario de Estado Antony Blinken le dijo a la ministra del Exterior australiana, Penny Wong, que debían de tomarse en cuenta las preocupaciones de Estados Unidos.
El gobierno del presidente Joe Biden no cedió, y al final chocaron dos leyes y dos intereses que muchas veces se confrontan, los que conciernen a la seguridad nacional y los que tienen que ver con la libertad de prensa. Para que se cerrara el caso, como buscó afanosamente Albanese, venció la seguridad nacional, revirtiendo años de cuidarla sin arrollar la libertad de expresión. “El resultado es un final ambiguo a una saga legal que ha puesto en peligro la capacidad de los periodistas para reportar información militar, de inteligencia o diplomática que los funcionarios consideren secreta”, señaló Charlie Savage, corresponsal en temas de seguridad nacional y legales de The New York Times. “Este acuerdo significa que por primera vez en la historia de Estados Unidos, obtener y publicar información que el gobierno considere secreto ha sido manejada exitosamente como si fuera un crimen”.
WikiLeaks fue la plataforma a través de la cual se conocieron miles de documentos secretos que Chelsea Manning, analista de inteligencia del Pentágono, entregó a Assange, quien en algún momento de su defensa afirmó que lo había hecho con el propósito de evitar los abusos, como fueron algunos claramente de los que salieron a la luz pública, como un video en donde se ve que militares estadounidenses dispararon contra un grupo de civiles en Irak. Algunas críticas sólidas contra la publicación de documentos secretos no estaba en los materiales en sí mismo, sino en que no se curaron terabytes de información, que como le dijo Todd Gitlin, profesor de la Escuela de Periodismo de la Universidad de Columbia a Vox en 2019, no podría llamarse periodismo.
No obstante, Jammed Jaffer, director ejecutivo del Instituto Knight de la Primera Enmienda en la Universidad de Columbia, comentó al Times que el acuerdo colocaba una sombra sobre la libertad de expresión al establecer su actividad como criminal y no protegida por la Primera Enmienda. Las preocupaciones no se limitan a Estados Unidos, sino a muchas partes del mundo, donde la libertad de expresión se ha deteriorado y enfrenta el abuso del poder.
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Aquí en México hemos visto que el gobierno ha usado a discreción todos los recursos del Estado y violando la ley ha lanzado acusaciones criminales contra periodistas y medios, mientras que legisladores de Morena han propuesto −sin éxito aún−, que se lleve a juicio a críticos o que se sancione penalmente a quien publique información que afecte a la Presidencia.
El pacto por el cual Assange debilita la libertad de expresión establece parámetros que podrán ser imitados por otros gobiernos, demócratas como lo vimos, populistas con tentaciones autoritarias o autócratas, para criminalizar la divulgación de secretos hechos por considerar que sirven al interés público. Hay países donde el deterioro democrático ha sido consistente, donde la prensa se vuelve más vulnerable y los riesgos para los periodistas aumentan, que es preocupante en la extrapolación de lo que tuvo que hacer Assange para recuperar la libertad, pese a la campaña masiva internacional que por años clamó por su inocencia.
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