La conjura contra el Creador
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Cierto día las mujeres se rebelaron contra los designios del Señor y pretendieron enmendar su obra. Quien esta historia lea sabrá de esa conjura, conocerá sus tristes resultados y aprenderá que todo salió con perfección de las manos del Hacedor Supremo, de modo que a sus decretos omniscientes no se les puede cambiar una tilde, so riesgo de caer en grave error.
Sucedió que las mujeres, cansadas de sufrir los dolores del parto, se juntaron en asamblea y deliberaron entre sí. ¿Era justo, se preguntaron iracundas, que sólo ellas, y no también los hombres, sufrieran las acerbas penas que siente quien da a luz? Fueron, pues, en ruidoso desfile y pidieron hablar con el Creador. Éste, benévolo con todas sus criaturas, las oyó.
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-Señor −rugió la lideresa principal−, ¿cómo es posible que nada más nosotras las mujeres sintamos dolor al dar a luz? También los hombres deberían sufrir ese quebranto. Ellos engendraron los hijos; son sus padres. ¿Por qué no padecen las mismas penalidades que nosotras?.
El Señor, como su nombre lo indica, es un señor. Y no hay señor que pueda resistir la furia de una mujer, no digamos de todas. Así, vaciló ante la demanda de las furiosas féminas. Ellas, con ese sexto sentido que las mujeres tienen, decidieron radicalizar su posición.
-Queremos −dijeron al Creador− que distribuyas por igual el trabajo de la multiplicación. Nosotras sufriremos las incomodidades del embarazo y daremos a luz, pero haz que los hombres sientan los dolores del parto.
El Señor, con un suspiro, accedió a la petición. Cualquier cosa con tal de quitarse de encima aquel coro vociferante de mujeres, más molesto aun que el monótono coro de los ángeles.
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Se retiraron las mujeres cantando un himno de victoria. Lo primero que hicieron fue informar de aquel triunfo a sus maridos. Éstos no les creyeron; pensaron que el Señor había hecho lo mismo que ellos: decir que sí a todo lo que les pedían sus mujeres, con tal de sacudírselas, y luego olvidar lo prometido. Se equivocaban: ese mismo día un hombre que estaba en su oficina lanzó de pronto un alarido horrible y cayó al suelo retorciéndose en convulsiones de dolor. Ahí en el suelo estuvo largas horas, gritando como un condenado, quejándose desgarradoramente. En esos momentos su esposa estaba dando a luz muy quitada de la pena, tanto que mientras su hijo salía al mundo ella veía su serie en Netflix. Lo mismo empezó a suceder en todos los casos: las mujeres daban a luz sin darse casi cuenta mientras sus maridos eran presa de crudelísimos dolores.
Así fueron las cosas algún tiempo. Pero de pronto las mujeres se presentaron de nuevo ante el Señor y le pidieron que revocara su decreto. Querían que todo volviera a ser como antes.
-¿Por qué dan marcha atrás? −les preguntó, sorprendido, el Hacedor.
-Por dos razones −contestaron las mujeres−. Desde que nuestros maridos empezaron a sentir los dolores del parto ya no quieren hacernos el amor por el miedo de volver a sentir ese dolor. Y peor todavía: a veces damos a luz, y el que siente los dolores no es nuestro marido.