La corrupción, un cáncer de la 4T
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En México, la corrupción se combatía, como en el resto del mundo democrático, con controles, instituciones y vigilancia ciudadana, que es donde Morena cambió el juego, eliminando a los árbitros para que nunca marcaran sus faltas
Como cada inicio de mes, El Financiero ha publicado sus encuestas de aprobación de la presidenta Claudia Sheinbaum y la jefa de Gobierno de la Ciudad de México –el segundo de mayor peso político detrás de la jefa de Estado–, Clara Brugada, en donde comparten la paradoja del régimen que encabezan: como militantes fundadoras del movimiento de Andrés Manuel López Obrador, que cabalgó sobre las denuncias de corrupción del PRI y del PAN hasta llegar a la silla presidencial, están pagando los negativos de la rampante corrupción en la que incurrió su círculo más íntimo, cuyos números van creciendo casi mes con mes.
Más del 80 por ciento de las personas encuestadas reprobó su lucha contra la corrupción. Se puede explicar. La corrupción en Morena tiene un singular talento: siempre encuentra cómo disfrazarse de épica popular. Y durante siete años, el partido en el poder ha repetido el mantra de la “honestidad valiente” –una frase que acuñó López Obrador– como un escudo inquebrantable. Pero el escudo ya tiene demasiadas grietas, y por ellas se escapa el olor rancio de los mismos vicios que prometieron erradicar.
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La 4T, como pomposamente llaman a la “cuarta transformación”, se proponía, en palabras de López Obrador, erradicar de raíz la corrupción y moralizar la vida pública, terminar con los lujos del gobierno y con el “Estado corrupto”, consignando su arenga favorita de que “nada ha dañado más a México que la corrupción política”. Los electores le compraron la pureza de su narrativa y votaron por él en las elecciones de 2018 y por su imposición en las de 2024. Hace siete años, en otro contrasentido que la realidad ha expuesto, 68 por ciento consideraba que el gobierno saliente de Enrique Peña Nieto había fomentado la corrupción. Quién lo iba a decir.
Un sexenio y un sexto del segundo piso del obradorismo han demostrado que la corrupción en la 4T no desaparece con discursos ni con campañas de linchamiento desde el púlpito presidencial. La corrupción se combatía en México, como en el resto del mundo democrático, con controles, instituciones y vigilancia ciudadana, que es donde Morena cambió el juego, eliminando a los árbitros para que nunca marcaran sus faltas. Los casos se acumulan como expedientes ocultos en un cajón que nadie quiere abrir.
Programas sociales convertidos en maquinarias electorales; contratos asignados en lo oscurito a empresas recién creadas, muchas notoriamente al abrigo de los hijos de López Obrador; desmantelamiento de los mecanismos anticorrupción y nombramientos de porteros en las áreas que investigan esos delitos para sepultar cualquier averiguación que afecte al discurso. Y cuando alguien osaba preguntar, la respuesta era automática: “Es un ataque de los conservadores”.
Esa narrativa ha sido útil para justificar que, lo que antes era escándalo, hoy sea rutina. Antes, un video de dinero en sobres provocaba renuncias y procesos penales. Hoy, provoca aplausos en la mañanera y una sonrisa cómplice. El problema, nos dicen, no es el dinero ilegal, sino quién lo exhibe. Lo más inquietante no es que haya corrupción, sino la impunidad garantizada desde la cúpula. Los viejos priistas fueron maestros del cinismo, pero al menos tenían claro que la corrupción era un delito que se debía esconder. Morena, en cambio, la convirtió en una virtud revolucionaria.
López Obrador dividió al país en “pueblo sabio” y los otros: los neoliberales conservadores, reaccionados y de extrema derecha que buscaban salvaguardar sus privilegios. Pero ese discurso ya no produce resultados homogéneos, y al menos una parte de ese “pueblo bueno” le está cobrando las facturas. Las encuestas de El Financiero lo muestran. En marzo, el 60 por ciento de los entrevistados decía que Sheinbaum no estaba combatiendo la corrupción, y sólo el 29 por ciento aprobaba sus esfuerzos. En julio, el 66 por ciento la reprobaba y apenas el 25 por ciento consideraba buena su política. En noviembre, la cifra brincó 14 puntos: 80 por ciento vio la corrupción como uno de sus males, y un terrible 12 por ciento consideraba que la estaba combatiendo.
Brugada no estuvo mejor. En marzo, el 64 por ciento veía la corrupción como uno de sus déficits, mientras el 24 por ciento la respaldaba. Para julio, la desaprobación escalaba a brincos: 78 por ciento decía que no la estaba combatiendo, contra 16 por ciento que seguían apoyándola. Para noviembre, como se vio ayer en la última encuesta, siguió hundiéndose, con el 83 por ciento considerando que no luchaba contra del fenómeno, y apenas una persona de cada 10 pensaba lo contrario. Con referencia, cuando Sheinbaum dejó la jefatura de Gobierno capitalina, sólo el 2.8 por ciento en las encuestas mencionó la corrupción como un problema. Hoy es totalmente diferente.
El mensaje que han enviado consistentemente los electores en este año es claro: en la 4T, la honestidad estorba. Lo que están ahora viendo en México, en el mundo ya se estaba registrando desde el gobierno de López Obrador. Transparencia Internacional, la organización global que mide la percepción de corrupción, colocó a México en el puesto 140 de 180 países en su ranking de 2024, con una puntuación de 26 sobre 100, donde 0 es igual a “peor corrupción” y 100 es igual a “transparencia ideal”, que es la calificación más baja que había tenido hasta ese momento. El retroceso de 19 puntos, desde 2014, dejó a México en el penúltimo lugar entre las 20 economías más poderosas del mundo, sólo arriba de Rusia.
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Morena llegó al poder como la gran promesa de regeneración. Y durante un tiempo, millones creyeron que era posible un país distinto. Pero la realidad se ha encargado de mostrar que el cambio no se mide por el color de la boleta, sino por la rendición de cuentas. Y cuando el poder se considera moral por decreto, inevitablemente se corrompe.
La sociedad mexicana ha sufrido muchos fraudes, electorales, económicos e incluso culturales, pero el más cruel es el de la esperanza. Morena pretende seguir jugando con los mexicanos, ocultando –lo sabía López Obrador y conoce Sheinbaum– que los más corruptos son de casa. Las encuestas van demostrando que las acusaciones selectivas de corrupción están agotando su ciclo y es posible que terminen convertidos en lo que juraron destruir. Podrán seguir disfrazándose de movimiento popular, repetir que luchan contra los privilegios y culpar al pasado todo lo que quieran, pero hay una verdad que tarde o temprano los alcanzará a todos en el poder: la corrupción nunca muere, sólo cambia de camiseta.