La deuda encendida: pueblos indígenas y justicia pendiente
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Mientras la justicia no alcance a quienes han sostenido, generación tras generación, con su lengua, su cultura y su vínculo con la tierra, la memoria más antigua de la humanidad, no podremos hablar de paz ni de dignidad compartida
En 1987, la banda australiana Midnight Oil lanzó “Beds Are Burning”, un sencillo que se convirtió en un himno global de protesta. Con ritmo contundente y letra directa, la canción denunciaba el despojo sufrido por los pueblos aborígenes de Australia, en especial el pueblo Pintupi, forzado a abandonar sus tierras ancestrales. El coro planteaba una pregunta incómoda: “How can we sleep while our beds are burning?”, una frase que, más allá de su traducción literal, interpela sobre cómo podemos dormir tranquilos como sociedad mientras persiste la injusticia.
Más de tres décadas después, esa pregunta sigue resonando con fuerza. “Beds Are Burning” no sólo exigía devolver la tierra a los pueblos originarios de Australia, sino también asumir responsabilidades y reconocer que la justicia no puede posponerse ni reducirse a gestos simbólicos. Y es que la deuda histórica con los pueblos indígenas no conoce fronteras. Basta mirar a Canadá, donde las Primeras Naciones reclaman justicia por el despojo territorial y por el trauma causado por diversos centros escolares que separaron a niños indígenas de sus familias con el objetivo de borrar su cultura, prohibiéndoles hablar sus lenguas y practicar sus tradiciones. O Brasil, donde los pueblos amazónicos resisten la deforestación y la violencia extractiva. También en Escandinavia, el pueblo sami enfrenta megaproyectos impuestos sin consulta. Mientras que en Chile y Argentina, los mapuches son criminalizados por defender sus tierras. Y al sur del continente africano, comunidades como los San, o bosquimanos, son desplazadas por proyectos turísticos o de conservación mal diseñados.
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Estos casos, que no son hechos aislados, revelan un patrón global de exclusión, invisibilización y violencia estructural que sigue afectando a millones de personas indígenas en distintas regiones del mundo. Aunque en las últimas décadas se han logrado avances importantes en el reconocimiento formal de sus derechos, la brecha entre lo que se promete y lo que se cumple sigue siendo profunda.
La situación en México no es menos alarmante. Cerca del 70 por ciento de las personas indígenas viven en situación de pobreza, según datos recientes del CONEVAL. Aunque se han logrado avances legales importantes, la desigualdad estructural persiste y los derechos colectivos de los pueblos indígenas continúan siendo vulnerados. El derecho a la consulta previa, libre e informada –establecido en el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT)– se ignora con frecuencia, y los megaproyectos siguen afectando territorios sin respetar las voces ni los sistemas normativos propios de las comunidades.
La discriminación también se expresa en el acceso limitado a servicios de salud, educación y vivienda, y en la escasa representación política real. Más de 60 lenguas originarias están en riesgo de desaparecer, prueba de que la exclusión no es sólo económica, sino también jurídica, cultural, lingüística y simbólica. Una exclusión que, en el fondo, decide quién cuenta y quién puede ser ignorado.
En este contexto, recordar el mensaje de “Beds Are Burning” no es un acto de nostalgia, sino un llamado a la acción. La exclusión, el despojo y la invisibilización siguen marcando la vida de millones de personas. El Día Internacional de los Pueblos Indígenas no debe ser sólo una fecha conmemorativa, sino una oportunidad para reconocer que la diversidad cultural, lingüística y territorial de los pueblos originarios es una riqueza viva que sostiene el presente y el futuro de la humanidad.
Proteger sus territorios, revitalizar sus lenguas, respetar sus formas de organización y garantizar su participación política no son actos de buena voluntad, sino obligaciones jurídicas y compromisos éticos. No basta con discursos ni con fotografías de ocasión. La justicia se construye con acciones concretas: restitución de tierras, consulta efectiva, respeto a sus sistemas normativos, educación y salud interculturales, y participación plena en la vida pública.
Por eso la pregunta planteada por Midnight Oil sigue vigente. No podemos dormir tranquilos mientras persista la injusticia. Y no habrá descanso posible hasta que los derechos de los pueblos indígenas sean plenamente reconocidos, respetados y garantizados. El fuego que arde bajo nuestras camas –el de la injusticia histórica– no se extinguirá con palabras, sino con políticas públicas transformadoras y con el reconocimiento pleno de la dignidad de los pueblos originarios.
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Porque lo que está en juego no es sólo el reconocimiento de derechos, sino la posibilidad misma de aprender de otras formas de habitar el mundo. La memoria de los pueblos originarios no es un vestigio del pasado, sino una fuente de conocimiento vivo para enfrentar los desafíos del presente. Su relación con la tierra, sus lenguas, sus cosmovisiones y sus formas de organización comunitaria pueden ofrecer respuestas urgentes en un mundo marcado por crisis ecológicas, sociales y éticas. Ignorar esa riqueza es perder una parte esencial de nuestra humanidad.
Más grave aún que la persistencia de estas injusticias es que hayamos aprendido a convivir con ellas. El despojo, la desigualdad y el silencio se aceptan con una normalidad que insensibiliza. Pero mientras la justicia no alcance a quienes han sostenido, generación tras generación, con su lengua, su cultura y su vínculo con la tierra, la memoria más antigua de la humanidad, no podremos hablar de paz ni de dignidad compartida. Mientras esa sabiduría siga siendo ignorada, mientras se extingan esas lenguas y se arrasen esos territorios, el sueño seguirá siendo un privilegio de pocos, pues –como anticipaba Midnight Oil– no debemos dormir en paz mientras nuestras camas sigan ardiendo.
El autor es investigador del Centro de Educación para los Derechos Humanos de la Academia Interamericana de Derechos Humanos
Este texto es parte del proyecto de Derechos Humanos de VANGUARDIA y la Academia IDH