La dictadura de los vampiros... sólo por Netflix
Luego de domesticar brutalmente nuestros hábitos de consumo cinematográfico, Netflix decidió que le salía igual comprar contenidos que producir los propios y comenzó a embutirnos, año con año, su colección de churros infumables, eso sí, todos muy inclusivos y políticamente correctos.
Sin embargo, de tanto en tanto y con la expectativa de ser tomada en serio, la plataforma y productora financia alguna pieza de autor que le traiga algo del prestigio, que se niegan cada vez que adaptan en “live action” un ánime japonés.
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“El Conde” es una de esas cintas con las que Netflix se abre paso a puntapiés, entre los grandes estudios de antaño, el camino rumbo a la siguiente temporada de premiaciones, concretamente a la gala del Oscar, tal como hizo en su momento con “Mank” (Fincher, 2020) o “Roma” (Cuarón, 2018); por sólo mencionar otras dos que curiosamente también fueron concebidas y realizadas en un elegante blanco y negro justo como la película que hoy nos ocupa.
Hablando de este recurso estilístico que algunos juzgan de pretencioso y hasta repelente para las grandes audiencias, la cinematografía de “El Conde” estaba obligada a emular el expresionismo alemán, pues se trata de una fábula de vampiros. Y el hematófago inmortal protagonista, el Conde que da nombre a la cinta, no es otro que el dictador chileno, el general Augusto Pinochet, quien falleció (esperemos) en 2006 en relativa impunidad por todos los crímenes y atrocidades que se le imputaron.
Recién se conmemoraron 50 años del golpe de estado que Pinochet ejecutó en contra del presidente Salvador Allende, luego del cual instauró un sanguinario régimen militar al que se le contabilizan, entre asesinados, desaparecidos y torturados, 40 mil víctimas.
Bien, el siempre interesante director chileno, Pablo Larraín, quiso ofrendar a su patria (a manera de homenaje o desagravio, pienso yo) esta visión suya en la que el dictador es retratado, sin más, como lo que era: un maldito monstruo que se alimentó de la sangre y los corazones de su pueblo. Y aunque se trata de una comedia negra, habría sido un total despropósito hacer una cinta “divertida”, entendiendo esto como una obra en tono de farsa que buscase arrancarnos nuestras más estentóreas risotadas.
Se trata de caracterizar apenas la figura del dictador Pinochet para que funcione la metáfora de presentarlo como un Nosferatu decadente, cuyas atrocidades sólo se explican en su total ausencia de humanidad; no para volverlo de ninguna manera un personaje entrañable ni mucho menos simpático. (No obstante, ver al vampiro sobrevolar Santiago en busca de víctimas, con música de Vivaldi de fondo, no deja de ser poético).
La cinta en consecuencia no resulta divertida en un sentido convencional, pero es en cambio fascinante. Tampoco es un regodeo exclusivo para intelectuales, sólo no espere por favor un humor de “Capulina contra los Monstruos”.
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Aún así, hay momentos dignos del mejor “Monty Python”, como que al Conde-General no le puede que el pueblo lo recuerde como un genocida, pero le indigna mucho que le llamen ladrón (que desde luego lo fue también a gran escala).
En cierto momento, el mayordomo-esclavo vampirizado de Pinochet, el ruso Krassnoff, le recrimina sobre los pasados tiempos del régimen:
-A usted le gustaba robar. A mí, matar.
-¡No! A mí también me gustaba matar −se justifica Pinochet.
Aunque tiene escenas retrospectivas (el Conde tiene 250 años de edad), la cinta no se detiene en el periodo de la dictadura (1973-1990), quizás para no trivializar el episodio más trágico de la historia reciente de Chile (después de la cancelación de “31 Minutos”).
El punto de partida narrativo es posterior a la “muerte” del dictador-vampiro, misma que finge para poderse evadir de la justicia y vivir en el retiro en algún lugar de la Tundra Chilena, en una casona en ruinas.
Los hijos del General son desde luego una manga de ambiciosos buenos para nada que no ven la hora de que el decrépito chupasangre la palme para ver qué otra cosa queda para repartirse, pese a que ya vivieron como príncipes a costa del saqueo de su país.
La llegada de un componente religioso que no sabemos si está allí para exorcizar al vampiro o dejarse seducir por éste; para hacer justicia o apoderarse nomás de lo que queda de herencia, tendrá un efecto catalizador. Y el “Deus ex Machina”, como tenía que ser, nos enseñará que las dictaduras no terminan jamás, sólo se repliegan, se reinventan, se reciclan y se repiten.
No quiero ahondar mucho, ni vendérsela de más. A mí me encanta el trabajo de Larraín y “El Conde”, lejos de decepcionarme, me parece una cinta necesaria y oportuna, no sólo por la conmemoración reciente del golpe militar, sino por el momento político que se vive en toda América, en donde la polarización social y la confusión de posturas, entre la izquierda más sectaria y la ultraderecha más retrógrada, ha dado pie a verdaderos autócratas a los que sólo les falta colocarse una chaqueta militar llena de medallas y darle el golpe a su sistema electoral para erigirse como dictaduras en toda la expresión.
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No obstante, algunos lo han intentado y fracasaron (como Trump y su asalto al Capitolio). Tenemos como ejemplos vivos a Maduro, a Ortega, a Díaz-Canel y otros radicales por todo el continente intentando emularlos.
Le repito, no se trata de izquierdas ni de derechas: la desarticulación de los sistemas electorales y el uso represivo de la fuerza del Estado no distingue ideologías. De cualquier lado del espectro puede surgir el siguiente vampiro dictador.
Y sí, surgen a menudo tras un súbito asalto al poder, pero también pueden ser resultado de un golpe de estado lento, que no es otra cosa que el sistemático y planificado desmantelamiento de las instituciones democráticas y la desaparición de los contrapesos e instituciones autónomas. ¿Le suena?
Pese a ser sólo una metáfora, un vampiro en el poder le cuesta a su pueblo mucha sangre y desterrarlos, por desgracia, requiere más sólo que ajos y estacas.