La ilusión del Mundial y la realidad del país

Opinión
/ 7 diciembre 2025

Para México, en particular para el Gobierno Federal, el Mundial 2026 representa una ventana de legitimidad internacional

El futbol desde hace tiempo dejó de ser sólo un deporte; hoy es un fenómeno sociocultural que condensa identidades nacionales, tensiones políticas, dinámicas económicas y procesos acelerados de globalización. Cada cuatro años, el Mundial funciona como un espejo donde las sociedades –según sea el anfitrión o el protagonista– se reinventan, muestran sus aspiraciones y exhiben sus fortalezas y fracturas.

Se suele repetir que no hay nada más democrático que el futbol: millones de personas de todos los estratos sociales compartiendo un mismo espacio emocional. Sin embargo, me parece que esa visión quedó atrás. Como todo lo que toca el mercado, el futbol se ha convertido en un territorio de exclusión. Los precios de boletos, productos oficiales y experiencias asociadas son prohibitivos para la mayoría. Pese a ello, el Mundial se sigue promoviendo como una fiesta global de identidad colectiva, donde el apoyo a las selecciones se convierte en un acto simbólico de adhesión, una especie de ritual que sustituye la participación cívica por el “pan y circo”.

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Estos procesos muestran al futbol como generador de capital social, económico, político y emocional. Es un espacio donde las sociedades contemporáneas, marcadas por la fragmentación, la individualización, las diferencias étnicas, las brechas ideológicas y algo tan determinante como el código postal, encuentran una forma de pertenencia. Pero no se puede ignorar que este mismo mecanismo crea nuevas desigualdades y nuevos consumos que sólo algunos pueden costear.

Lo que nació en Uruguay como un torneo orientado a fortalecer identidades nacionales es hoy una industria multimillonaria que articula intereses comerciales, mediáticos y corporativos. Los boletos, al alcance de apenas un 2 por ciento de la población, los derechos de transmisión y las campañas de los grandes patrocinadores alimentan un espectáculo que prioriza el consumo sobre la comunidad.

El torneo reproduce las jerarquías del sistema económico mundial: sólo ciertos países pueden ser anfitriones, no por mérito deportivo, sino por infraestructura, solvencia y capacidad de negocio. México no es la excepción: para 2026 fueron elegidas únicamente las tres ciudades con mayor poder adquisitivo y capacidad logística. No sorprende: el Mundial no es para cualquiera, y no todos pueden cumplir los estándares corporativos que exige.

La política es quizá la dimensión menos disimulada del Mundial. Resulta llamativo que los líderes de América del Norte no se reúnan para discutir temas tan urgentes como las reformas al T-MEC, pero sí aparezcan juntos en un evento de la FIFA para encabezar un sorteo. ¿Qué tan importante es el futbol? Más de lo que los gobiernos están dispuestos a admitir.

El torneo no sólo exhibe equipos persiguiendo un balón: envía señales sobre la estabilidad, las capacidades institucionales y la imagen internacional de los países anfitriones. Para México, en particular para el Gobierno Federal, el Mundial 2026 representa una ventana de legitimidad internacional.

En un país que desde hace años es representado en el extranjero a través de los lentes de la violencia y la inseguridad, el torneo ofrece la oportunidad de proyectar estabilidad, modernización y cohesión. Se convierte en una plataforma para reposicionar al país en la escena global y fortalecer la narrativa de una América del Norte integrada económica y políticamente.

En el caso de Monterrey –ciudad atravesada por problemas de violencia, transporte, contaminación e infraestructura deficiente–, la exposición puede ser un arma de doble filo. Presentarse ante el mundo con obras inconclusas o de relumbrón implicaría un costo político para autoridades locales y federales. Más aún si se privilegia el espectáculo por encima de las necesidades urgentes de la población.

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Sin embargo, también se ponen bajo la lupa los problemas que el gobierno no ha logrado resolver: la seguridad, la movilidad, la infraestructura urbana y el manejo transparente de los recursos. El Mundial puede convertir estos pendientes en riesgos visibles. Aquí se juega más que un torneo: se pone a prueba la capacidad de gestión del Estado, la continuidad política, la estabilidad institucional y la imagen de la Presidenta.

El Mundial será, ante todo, una vitrina internacional para México, mucho más significativa que la ilusión –cada vez más improbable– del famoso quinto partido. Es una herramienta política de doble filo que el gobierno debe administrar con precisión quirúrgica. Los asesores presidenciales seguramente lo saben: capitalizar la oportunidad es indispensable; desperdiciarla sería imperdonable.

Porque, al final, más allá de las corruptelas de la Federación Mexicana de Futbol y de la banalidad que rodea al deporte en tiempos de hipercomercialización, el Mundial expone a los países tal como son. No sólo en la cancha, sino también en su capacidad de mostrar –o disimular– sus realidades estructurales. Así las cosas.

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