Llovía. La atmósfera de la mañana era gris. Todo lo dominaba el agua: la vista aparecía sumida en el paisaje invernal ya en diciembre. Aún con los cabellos húmedos, la figura femenina se confundió con la lluvia de fuera.
“¿Con este clima te tienes que ir? Lo más seguro es que esté cerrada la carretera por la neblina. Escucha las noticias. Mejor no te muevas”. Pero la responsabilidad era más fuerte en mi hermana Lorena que el consejo. Tomaría el camino a una población de Arteaga a 40 minutos de distancia, por la carretera a México, y regresaría, ya tarde, por igual ruta. Así, todos los días, durante más de cinco lustros.
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Su profesión como maestra inició desde el momento mismo en que, siendo muy pequeña, acondicionó una habitación para convertirla en un salón de clases. Preparaba clases para sus muñecas, escribiendo en un improvisado pizarrón sumas y restas. Explicaba con mucho detalle y con mucha paciencia y ternura. No faltaban tampoco algunos regaños a las nenas de ojos que encantadoramente miraban al horizonte.
Lo que inició como un juego se convirtió en el centro de su vida: enseñaría a cientos de niños que luego, ya mayores, la reconocerían en la ciudad y le contarían lo que fue de ellos cuando ella terminaba el ciclo escolar.
Segura de sí misma, conduciría por los caminos, por la carretera, por más de dos décadas. Ocasiones que no pocas hubo, que mi hermana fue y vino a la ciudad en épocas de graduaciones en un sólo día. La noche la sorprendía en el viaje.
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Disfrutó de los paisajes hermosos de los bosques de la sierra de Arteaga. Asistió y cuidó de los niños de la primaria; organizó los festejos escolares con enorme entusiasmo en ocasión del Día de las Madres, de la Independencia, de la Revolución, de los fines de curso.
La maestra rural que fue por décadas, la visualicé siempre como en protagonistas de películas del cine nacional, donde los sacrificios nunca fueron pocos. Donde las condiciones del aprendizaje eran muy distintas a las que se viven en la ciudad, y donde los aires puros del bosque entraban a bocanadas a salones bulliciosos y alegres.
Hoy quiero dedicarle estas líneas por tantos años de cariño, esfuerzo y dedicación a las generaciones que ella vio pasar por sus aulas. Por el conocimiento que dejó en sus pequeñas mentes; por el afecto con que les advertía de los cuidados, de sus hábitos y del cultivo por la inteligencia.
Ella formó niños lectores. Por ella pasaron generaciones que por primera vez se enfrentaban al abecedario, a las letras, a la mágica combinación que llega al significado: el estreno de pronunciar titubeante al principio y luego con seguridad una palabra fue escuchado por ella de numerosos niñas y niños.
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Las navidades se llenaba la casa paterna de bolos, adornos, piñata y pastel: correspondían a los que entregaría en la temporada a sus niños.
Mi hermana hizo de su profesión de maestra una vocación cargada de afecto, así como las bolsas y mochilas de cada día, cuadernos y hojas, lápices y gises. Es por estos días que cumple con su vocación, cumple con su magisterio, cierra un ciclo y recibe un reconocimiento de su escuela por décadas de trabajo frente al aula.
“Estas flores son para la profesora Lorena”, escuché decir el día de la despedida a una de sus estudiantes. Flores que se lleva en el corazón, con el recuerdo de cada rostro de aquellos niños que recibió desde el primer día a la entrada de su salón.
Su profesión, maestra, una vocación en la que entregó su alma y su espíritu amorosamente.