La maldición del verano
El Dios del Antiguo Testamento es un notable inventor de plagas, maldiciones y castigos. Pienso en él como en un gran Marqués de Sade, imaginando maneras de joder. La lectura de los primeros cinco libros de la Biblia, o sea el Pentateuco (Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio), nos hace recorrer un museo de los horrores. Ni Dante en sus más dantescas elucubraciones pudo dar vida a tan prolija sucesión de horribles penas.
A todo recurría Jehová para chingar −perdón por la palabra, pero no encuentro otra mejor− a los desdichados hijos de Eva. Los ahogaba; los quemaba; les confundía las lenguas; les enviaba ángeles exterminadores; los fustigaba con langostas; hacía llover sapos sobre ellos; les agostaba las cosechas; les convertía en sangre el agua de los ríos; les mataba a sus hijos primogénitos... A todo eso añadía hambrunas, peste, guerras... No parecía Dios el padre de los hombres; parecía más bien Jack Nicholson en la espantosa película llamada “El Resplandor”.
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Afortunadamente hubo un cambio. El Evangelio −o sea la buena nueva− transformó las cosas. La diferencia está en que el Dios de antes no tenía madre, y el Dios hecho hombre sí la tenía. Eso trajo un enorme beneficio a la especie humana: le dio el amor. Si se hubiese mantenido el antiguo precepto de “Ojo por ojo y diente por diente”, a estas alturas todos andaríamos ciegos, o al menos tuertos y desmolados.
Lo anterior me sirve para decir que no entiendo por qué todavía hay moscas y zancudos. Con la Redención esos insectos perniciosos debieron desaparecer. Son como plagas del Viejo Testamento. El perdón que vino a traernos nuestro Salvador debió incluir la extinción definitiva de los dípteros y los anofeles. Y, sin embargo, moscas y mosquitos siguen haciendo lo que dijo Pepito cuando la profesora le pidió que redactara un ensayo de mil palabras acerca de la mosca. Escribió Pepito: “La mosca es un insecto que se la pasa todo el día chingue, y chingue, y chingue...”, y así siguió hasta que completó las mil palabras.
Hace unos días, en Zihuatanejo, tuve la desdichada ocurrencia de ir a caminar por la playa a la caída de la tarde. Regresé a mi habitación hecho un San Sebastián, asaeteado por una turba de zancudos cantadores. Porque además cantan, los malditos. Anduve varios días con aspecto de víctima del sarampión. No había loción balsámica que me aliviara la comezón que sentía. Ofrecí mis sufrimientos al Señor, y apliqué esas mortificaciones por la eterna salvación de mi alma. En el Cielo, espero, no habrá zancudos. Si los hay, preferiría mejor ir a otra parte.
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Con el mayor respeto a los ecologistas y miembros de la Sociedad Protectora de Animales opino que se puede dar muerte sin remordimiento a moscas y mosquitos. No recuerdo que en su “Cántico del Sol” haya escrito San Francisco de Asís: “El hermano zancudo” o: “La hermana mosca”. Para todo hay límites.
Privar de la vida a esos insectos perniciosos, sin embargo, puede tener complicaciones. Un cierto señor, padre de varios hijos, aplastaba con fuertes palmadas, en presencia de ellos y de su mujer, a los zancudos que se le posaban. Le dijo la mujer:
-No los mates, viejo. Son los únicos aquí que llevan tu sangre.