La reforma de la reforma judicial
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Sabemos que no hay marcha atrás con la reforma –esa es su esencia–, pero también sabemos que estamos a tiempo para impulsar iniciativas de ley que mejoren los procesos y las metodologías
La elección es el mecanismo central a través del cual una sociedad democrática ejerce su soberanía. Lejos de ser un simple procedimiento administrativo, representa una herramienta de empoderamiento ciudadano que permite legitimar el poder, exigir rendición de cuentas y orientar el futuro común.
Este valor fundamental de la democracia ha sido reconocido por varios pensadores a lo largo de la historia de la filosofía política. Juan Jacobo Rousseau, en “El Contrato Social” (1762), sostenía que la soberanía reside en el pueblo, y que el acto de votar es una forma de manifestar la “voluntad general”, es decir, la voluntad colectiva orientada al bien común. John Locke defendía, en su “Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil” (1689), que el consentimiento de los gobernados es la base de toda autoridad legítima. Para Locke, sin elecciones libres, los gobiernos se transforman en tiranías, ya que no responden a la voluntad ni al interés del pueblo.
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Ya en tiempos recientes, John Rawls en “Teoría de la Justicia” (1971), argumenta que una sociedad justa requiere instituciones políticas que garanticen la equidad y la participación igualitaria. Finalmente –en esta reflexión–, Jürgen Habermas destaca la dimensión comunicativa de la democracia. En su teoría del discurso plantea que las decisiones colectivas deben ser el resultado de un diálogo racional entre ciudadanos libres e iguales. Este sería el deber ser.
Estos autores –y otros– representan el backstage de la filosofía política, es decir, en este caso, de lo que significa tras los telones una elección, de su importancia, del peso que tiene socialmente en una democracia. Esto, a cuento de los comentarios poselectorales del Poder Judicial.
Comentarios que a partir de los “acordeones”, de la falta de información, de la desinformación –que no es lo mismo–, del interés general, del desánimo impulsado por plumas y medios influyentes, y de la baja participación siguen poniendo en duda la reciente elección de los magistrados y jueces a nivel federal y estatal. Todavía más con las recientes declaraciones de la presidenta ciudadana del INE, Guadalupe Taddei, que declara: No nos sentimos avergonzados por validar la elección, fue extremadamente pulcra en un 99.9 por ciento, sigue manteniendo viva la llama de la suspicacia. Claro, ella se refiere al proceso de la operación y a la estructura implementada por el Instituto Electoral, no tanto de la asistencia ya in situ. Siempre habrá quien lo entienda distinto.
Porque que hayan salido a votar cerca de 13 millones de ciudadanos, de 90 que conforman el padrón electoral (entre el 12.57 y 13%), sigue y seguirá siendo −mientras el mismo instituto no se ponga las pilas para el pre de una elección− un problemón de legitimidad mayúsculo. Esta es la situación.
Efectivamente, como lo dice Locke, entre líneas, la elección garantiza que el poder no sea arbitrario, sino producto de un acuerdo social renovado periódicamente. Y realmente esto fue lo que pasó. La elección –ahora– es responsabilizada de falta de legitimidad por temas de participación e interés general. Ahora es esto, pero pudo haber sido acusada de mil cosas. En el México actual, como se decía en la anterior entrega, la polarización es una amenaza para la sociedad y la democracia. Y es que está bastante claro, si no gobernamos “nosotros”, cualquiera que sea ese nosotros, todo lo que se haga estará mal.
No hay duda de la necesidad de que los jueces y magistrados compitan para acceder a esos encargos, sobre todo si la corrupción y la forma como se condujeron en otro tiempo estaban cargadas de sospechas y de pago de facturas, sobre todo para los mejores postores. Sabemos que no hay marcha atrás con la reforma –esa es su esencia–, pero también sabemos que estamos a tiempo para impulsar iniciativas de ley que mejoren los procesos, las metodologías y, sobre todo, la educación ciudadana con respecto a la importancia de las elecciones, en este caso las judiciales, pues como lo insinúa Habermas, las elecciones fortalecen la legitimidad del sistema.
Efectivamente, legalmente no se requiere un porcentaje mínimo de participación ciudadana para validar una elección. El artículo 41 establece las bases del sistema electoral mexicano, pero no exige un porcentaje mínimo de participación; el 116, que aborda el tema de las elecciones locales –en los estados– tampoco establece requisitos de participación; la Ley General de Instituciones y Procedimientos Electorales (LGIPE) no contempla un mínimo de participación para validar elecciones, sólo en consultas populares o de revocación de mandato. Por tanto, una de las salidas sería proponer una ley que marque un mínimo de participación ciudadana en votaciones como requisito para validarlas. Nada está escrito en piedra.
Para los críticos profesionales –periodistas, medios de comunicación, blogueros, youtuberos y otros– y organizaciones sociales que, un día sí y otro, también desde el 1 de junio protestan por la elección y su legitimidad, es tiempo de empujar una iniciativa de ley que cambie las reglas del juego electoral en este caso.
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Lo otro sería que las organizaciones en general y la sociedad civil se pusieran las pilas generando programas permanentes de formación cívica en las universidades y escuelas, para concientizar a todos y que, una vez que estén en edad de elegir servidores públicos, lo hagan sin presión ni indoctrinación de quienes tienen el poder de hacerlo. Desde ya, en vez de quejarnos, hay que realizar parlamentos juveniles, simulacros electorales, debates en cualquier espacio de formación en el país.
Y lo otro es lo que le pasa al INE, algo muy similar a la ciudadanía en México: sólo se les ve organizar la democracia en tiempo de elecciones. Se requiere una labor permanente, no sólo en las redes, sino en el trabajo hormiga de la elaboración de redes por todas partes –foros ciudadanos, mesas de debates, consejos ciudadanos en las colonias, distritos, comunidades–, porque la democracia no se agota en tiempo de elecciones. Hay que dejar la queja a un lado y poner los ladrillos para construir el edificio. Así las cosas.