La tristeza que canta

Opinión
/ 21 agosto 2022

Tarde de sábado. Ayer estuve oyendo canciones de Edith Piaf, “El gorrión de París”. Ninguna mujer en la historia de la canción ha dicho como ella las cosas del amor, y más las del desamor. Una película, magnífica por cierto, revivió hace unos años el nombre de la inolvidable cantatriz.

Edith Piaf nació para la tragedia. Conoció el sufrimiento desde antes de nacer, pues su madre no la quiso nunca. Artista de la legua esa mujer, el embarazo era un estorbo para ella, y varias veces intentó −en vano− librarse del peso que traía. Quizás a consecuencias de eso la niña nació débil, enfermiza, casi ciega. Su madre la abandonó bien pronto. Unas prostitutas se hicieron cargo de ella, y luego la dejaron en manos de unas monjas.

No llegó a vivir 50 años. La agotaron los quebrantos físicos y la morfina, a la que recurría en grandes dosis para calmar los dolores de cuerpo y alma que padecía. Toda su vida le cantó al amor, pero jamás lo conoció; sólo supo de él en versiones adulteradas, falsas. Cuando fue famosa gastaba su dinero en pagarse amantes jóvenes. Se sentía fea, y lo era, pero nadie se daba cuenta de eso cuando Piaf cantaba. Pequeña, sin un adarme de maquillaje, vestida perpetuamente de negro, entregaba sus canciones con tal pasión que ante su voz el mundo desaparecía y quedaba sólo ella sola, sola, solitaria, en soledad.

Déjenme ahora corregir algo que dije. Con estilo cursi y palabras muy manidas dije que Edith Piaf no conoció el amor. Lo conoció, sí, pero después de muerta. Me explicaré.

Poco antes de morir la cantante se casó con un hombre mucho más joven que ella: Theo Sarapo. Todos pensaron que el esposo
era un oportunista, un chulo, gigoló o padrote que se sacrificaría algunos meses −la Piaf ya estaba muy enferma− para después alzarse con la cuantiosa herencia de la diva.

En efecto, un año después de la boda murió Edith Piaf. Su testamento confirmaba la opinión del vulgo: Theo Sarapo era el heredero universal y único de la cantante. Todas las puertas se le cerraron al inmoral sujeto que tan villanamente se había aprovechado de la soledad de la gran artista para quedarse con su casa y su dinero. En la prensa y la radio se le atacó inmisericordemente.

Poco después el hombre desapareció. Se supo que había vendido la casa, y hasta los efectos personales de la esposa muerta. Seguramente se había ido al extranjero a disfrutar con otra mujer la fortuna recibida. Años más tarde una noticia apareció, perdida en la página roja de los diarios: Theo Sarapo se había suicidado. Sólo entonces se supo la verdad. La herencia de Edith Piaf había consistido sólo en deudas. Manirrota, desordenada,
pródiga, la cantante no tenía al casarse más que deudas. Theo lo sabía, y aun así se casó con ella, pues en verdad la amaba. Tras la muerte de Edith Piaf se dedicó por entero a pagar las deudas de su esposa, a fin de preservar su buen nombre. Cuando acabó de cumplir los compromisos se suicidó. Dejó un recado en el que decía que se mataba para estar en el otro mundo con su amada.

Si antes fui cursi permítanme ahora ser adocenado, y repetir aquello de: “Caras vemos, corazones no sabemos”.

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