La violencia de las mujeres en este país no cesa

Opinión
/ 14 febrero 2024

La violencia contra las mujeres y las niñas es de las más generalizadas violaciones de derechos humanos en el mundo y también más invisibilizada. Se producen muchos casos cada día en todos los rincones del planeta y de nuestras sociedades. Este tipo de violencia tiene graves consecuencias físicas, económicas y psicológicas sobre las mujeres y las niñas, tanto a corto como a largo plazo, primero porque se les impide participar plenamente y en pie de igualdad en la sociedad, pero también porque los traumas permanecen en el cuerpo de cada una de ellas, por toda la vida. ONU Mujeres confirma que la magnitud de este impacto en la vida de la sociedad en su conjunto, es inmensa.

La violencia de género se refiere a los actos que se originan en la desigualdad y el abuso de poder. Las diferencias estructurales de poder colocan a niñas y mujeres en situaciones de riesgo frente a múltiples formas de violencia; se les hace daño o se les causa sufrimiento físico, sexual, psicológico, económico, laboral, se les amenaza, se les coacciona, se les priva de su libertad, se les desaparece, se les asesina. Muchas de las veces, madres y padres, lo mismo que otras personas de la familia, o de la comunidad, lo mismo que autoridades estatales, refuerzan la violencia, la toleran y son omisas ante el dolor que viven niñas y mujeres.

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Tanto en el sistema universal como en el interamericano, existen instrumentos jurídicos normativos que con el paso del tiempo también han permitido el reconocimiento y sistematización formal en instrumentos nacionales y locales, que debieran garantizar, como lo dice la Ley General en México, una vida libre de violencia para las mujeres. Pero nada garantiza la efectiva protección de los derechos de las mujeres, aunque las leyes sean el punto de partida para la formalización de la salvaguarda de cualquier derecho.

El recorrido es breve al mencionar la Convención CEDAW (1979), la Declaración de Viena (1993), la Convención Belém do Pará (1994), la sentencia “Campo Algodonero” (2009) y sentencia Mariana Lima Buendía (2015). En estas últimas sentencias, por un lado, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) sentó las bases del deber de prevención en casos de violencia de género y aplicó el concepto de “riesgo real e inmediato” ante la desaparición de mujeres, destacando la importancia del contexto y de una rápida reacción estatal. Por otro lado, la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) de México marcó un precedente en las investigaciones al establecer la importancia de realizar diligencias particulares y que la investigación se realice con conceptos criminalísticos con visión y perspectiva de género, implementando protocolos y reglas para la autoridad judicial en toda muerte violenta de una mujer, para lograr prevenir, investigar, procurar e impartir justicia.

Pero cuando una llega a sufrir violencia y tiene el privilegio de contar a su alrededor con la confianza de otra persona, de alguien que crea lo que le pasó, la motivé, dirija o acompañe a tomar una terapia y a interponer una denuncia, las cosas no son necesariamente las que los protocolos indican. El color violeta y frases conocidas para levantar el ánimo, no ayudan en el edificio al que las mujeres deben acudir si las personas que están en contacto con las víctimas no tienen la capacitación y el trato debido. De ser una persona con heridas, golpes y el profundo sentimiento de que quien la lastimó es un varón que dice amarla, se pasa a ser una usuaria. Poco falta para que les den un número con el que puedan dirigirse a ellas.

Una vez que una persona funcionaria recibe a la víctima, no hay una mirada hacia ella, que está ahí llena de miedo, con dolor en el cuerpo y el corazón, para señalar a su agresor. Tan sólo la pregunta: “¿Qué más?”. Para la abogada que toma los datos debe ser una más entre miles. Es como llenar un esquema. No le interesa el lugar, el contexto, analizar las motivaciones, el perfil del agresor. Nada. Tampoco le interesa cómo está la mujer que está frente a ella. Cumple con su trabajo, como si le pagaran por la cantidad de casos que toma, y debe recibir a la siguiente usuaria que ya esperando en el pasillo afuera de su oficina, en una silla negra y fría. Quizás ella, como servidora pública, recibió el consejo de no involucrarse con las mujeres que sufren para proteger su propia persona.

Si no hay que esperar a que haya una Ministerio Público que pueda tomar la denuncia, se tomarán menos de dos horas en narrar los hechos y recibir una hoja que deberá ser entregada a la Médico Legista que confirmará las heridas. La abogada encasillará el caso en violencia familiar y supone que la víctima sabe que su definición es: “El acto abusivo de poder u omisión intencional, dirigido a dominar, someter, controlar, o agredir de manera física, verbal, psicológica, patrimonial, económica y sexual a las mujeres, dentro o fuera del domicilio familiar, cuya persona agresora tenga o haya tenido relación de parentesco por consanguinidad o afinidad, de matrimonio, concubinato o mantengan o hayan mantenido una relación de hecho” (Ley General, artículo 7).

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La abogada entrega a la víctima su narración de hechos en tres cuartillas, pero sólo le entrega a quien previamente lo narró, la última de las hojas, para que las firme sin leer. No le interesa su manera de redactar, su ortografía, la veracidad de lo que ella comprendió y transcribió; si no había saludado ni ofrecido una sonrisa, no iba a ser diferente el final de su atención. Ella cumple como si fuera máquina con su trabajo. ¿Cómo va a firmar sin leer una mujer, si está en ese lugar, brazo de la Fiscalía del Estado, y lo que la ha llevado a ahí es el sufrimiento de la violencia de una persona que rompió el vínculo de confianza y la ha herido y puesto en peligro de muerte a ella o al fruto que hay en su vientre? Es terrible.

Por otra parte le entrega cuatro hojas como si la señora fuera cliente frecuente y conociera el contenido que está recibiendo. No hay explicación, no se pierde el tiempo en leer, pues esas oficinas de Empoderamiento de la Mujer, no se crearon para que las mujeres leyeran. Quienes ahí trabajan no reconocen los derechos de las mujeres que inician incluso con la información y la educación. Si bien la educación es un derecho, sólo la educación permite la práctica y la defensa de nuestros derechos humanos. En ese cúmulo de hojas han entregado a quien ahora denunció a su pareja, una medida de protección, con el contenido de normas y artículos, que incluyen su nombre y el del agresor, así como otros datos, como límites y fechas, pero no le han señalado su significado, su objetivo no ha sido comprendido. Ese no es el trato más digno y empoderante que puede hacerse. No creo que USAID tenga previsto evaluar que el edificio que construyó siga los lineamientos establecidos.

Las mujeres que han sufrido violencia tienen derecho a estar acompañadas. Es necesario estar acompañadas. No se puede ir a una audiencia sola. Hay miles de mujeres, chicas y grandes, que salen a marchar y gritar consignas de que la manada siempre acompaña, que las amigas son las que cuidan, y que el feminismo va a vencer. Sin embargo, las inseguridades de las propias autoridades hacen que quien está denunciando se quede sola o la esperen afuera, si alguien la acompaña. Si la persona acompañante hace algún comentario o corrige a la abogada, deberá salir del edificio mismo sin que sea corregida su equivocación. Seguirá preguntando sin empatía alguna: “¿Qué más?”. En algún momento se dará cuenta que no ha permitido hablar con libertad o llorar a la señora que está tras su escritorio, y le dirá: “¿Cómo pudiste estar así tanto tiempo?, ¡tan chiquita que estás y las cosas que has vivido!”. Reforzando la actitud revictimizante, como si la mujer que está frente a ella fuera culpable de lo vivido y hubiera tenido opciones para esquivar los golpes que le dejaron hematomas en su rostro, en su vientre, en sus piernas y brazos.

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El jefe del área ha hecho lo posible para que un colega suyo saliera bien librado. Había apostado que una vez más, el lugar sería violento para quien lo visita. Una hora y media en espera de la médica, hacen a las mujeres víctimas convivir entre ellas e intercambiar información, datos y experiencias. Ana tiene los ojos inflamados, con derrame de sangre en ambos, alrededor de los cuales el color del moretón en la piel, es entre morado y verde, con heridas por todo su rostro; le duele la cabeza y se queja de dolor de vientre. Está embarazada; su marido la golpeó y le quitó a su hijo de 2 años, aunque le dejó a la niña que tiene 4. Liz tiene golpes en la cabeza y marcas en sus extremidades; se queja de un dolor en las costillas. Su celular y sus lentes fueron quebrados y teme que quien fuera su novio cumpla la amenaza de entregarla a un cártel en Zacatecas con quienes él tiene relación.

En la pared hay una frase que dice: “Hoy no es un día cualquiera...”. Efectivamente, hoy se han agudizado las heridas que hay en el cuerpo y en el alma de estas valientes mujeres. La doctora dedicó dos minutos a cada una de las víctimas. Pidió estudios y radiografías. Hay que volver para entregarlo junto con pruebas para llevar un par de testigos y para tener una cita con la Psicóloga Forense. Denunciar es pesado. Las personas que reciben las denuncias lo hacen aún más intenso. No tenemos por qué justificar el mal desempeño de las autoridades que debieran ser parte de la solución. El acceso a la justicia es aún un reto, por no decir que es pésimo. Siempre se va a ganar la apuesta, a Coahuila le falta mucho para hacer que las mujeres vivan una vida libre de violencia.

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