La violencia no se erradica
por decreto
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La violencia, en sus múltiples manifestaciones, constituye un elemento indeseable como parte de las interacciones humanas. No importa entre quienes se registre o las circunstancias en las cuales ocurra: la violencia –sobre todo la física– es inadmisible y debe ser rechazada.
Decir lo anterior, sin embargo, es mucho más fácil que lograr su materialización. Y esto es así porque estamos hablando de uno de los patrones socioculturales más profundamente arraigados en nuestra comunidad y que, de acuerdo con la evidencia a la vista, no ha sido combatido de manera eficaz.
El comentario viene al caso a propósito del reporte que publicamos en esta edición, según el cual, por lo menos la mitad de los padres de familia coahuilenses habrían admitido recurrir a castigos corporales como parte del proceso de crianza de sus hijos.
Los datos han sido extraídos de la encuesta realizada por el Sistema Nacional de Protección de Niñas, Niños y Adolescentes (Sipinna) en nuestra entidad y reflejan la normalización en el uso de maltrato físico o verbal en el proceso de “educación de los hijos”, de acuerdo con Teresa Araiza Llaguno, secretaria ejecutiva del Sipinna.
“Ellos (los padres) creen que así debe ser. Contestaron la encuesta sin temor, porque ellos creen que lo adecuado es dar nalgadas y gritar si sus hijos los desobedecen, o que si implementan los castigos sus hijos serán más educados y aprenderán a ser buenas personas. Incluso piensan que es algo normal, que no están haciendo algo mal”, señaló la funcionaria.
Para quienes nacieron durante las décadas de los 70 u 80 –o antes de esa época– enterarse de la incidencia en el uso de castigos corporales o maltrato verbal no es ninguna novedad, pues durante su infancia era una cuestión “normal” que el castigo por las “malas conductas” incluyera golpes.
Señalar lo anterior no tiene el propósito de justificar que dichas conductas persistan, sino el explicar lo complicado que resulta desmontar este tipo de patrones culturales y sustituirlos por los contrarios, es decir, por la idea de que tales conductas deben ser rechazadas sin ambigüedades.
Más difícil resulta aún si desde las instituciones públicas se considera que esa parte de la conducta debe moldearse exclusivamente en los hogares y que el Estado no tiene por qué intervenir en dicho proceso.
La respuesta correcta, desde luego, es la contraria: el Estado debe intervenir activamente en la modificación de la cultura diseñando y difundiendo campañas de información, ofreciendo capacitación a madres y padres de familia y consolidando un esquema de monitoreo para proteger de manera eficaz a las víctimas de violencia. Dejar de hacerlo equivale a creer que es posible erradicar la violencia por decreto.
Lo hecho hasta ahora, queda claro, es muy poco y la evidencia está a la vista: al menos la mitad de los padres de familia admite abiertamente recurrir a la violencia para “educar” a sus hijos. Esa es una realidad que debe cambiar y, además, debe hacerlo de forma acelerada.