Crónicas de Altamira narran que cierto día un cazador de la Edad de Piedra dio muerte a un tigre sable y le quitó la hermosa y fina piel. Una mujer vio aquella piel y fue tras el troglodita. Poco después volvió a su cueva. Llevaba consigo la piel de tigre. Muy orgullosa dice a las demás mujeres al tiempo que les mostraba la preciada prenda:
-¡Chicas! ¡Acabo de inventar la profesión más antigua del mundo!
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Quizá el relato sea apócrifo −todo lo indica así−, pero ilustra muy bien la idea de que la profesión de las damas de la noche es casi tan vieja como la especie humana. Es, además, una noble profesión que en algo se parece a la del teatro: ambas −lo dijo Groucho Marx− son echadas a perder por las aficionadas. No sé cómo sean ahora, pero en mis tiempos esas muchachas eran muy decentes. Casi todas profesaban una especie de rara castidad en virtud −virtud dije− de la cual se negaban en forma terminante a incurrir en cualquier heterodoxia. Si hubieran visto, por ejemplo, las posturas que se describen en el Kama Sutra seguramente se habrían ruborizado, o habrían arrojado lejos de sí, con escándalo e indignación, aquel pecaminoso libro.
Otra virtud adicional de aquellas señoras: ninguna se dejaba besar. Para ellas su boca era sagrada, más que la oculta parte de su cuerpo que ponían a disposición de la clientela. Sólo daban sus besos al chulo o gigoló a quien amaban con el triste amor de las rameras, amor tanto más apasionado cuanto más canalla y fementido era el rufián. Los pleitos de prostitutas por el amor de un cinturita eran feroces. En mi agitada juventud en la Ciudad de México oí todavía hablar, como de un combate épico, de la pelea que sostuvieron durante varias horas, en los llanos de Balbuena, dos mujeres del cabaret “El Waikikí” que se disputaban los favores de Pepe Cora, “El Colocolo”, famoso chulo de la Capital. Este tal Colocolo medía más de dos metros de estatura, y era muy guapo: se parecía a Johnny Weissmuller, el Tarzán de las películas. De ahí viene la costumbre, ya desaparecida, de llamar “tarzanes” a los cinturitas.
Pues bien: esas dos “bravas hembras” −la expresión en este caso es obligada− se despojaron de sus prendas exteriores, y cubiertas sólo por las dos interiores lucharon a puñetazos, mordidas, patadas, arañazos... Ninguna salió vencedora de aquel terrible enfrentamiento de mujeres enamoradas y celosas. Se hubiesen matado las dos frente al corro de imbéciles que las veían si no es porque alguien fue a dar aviso de la pelea al español Mocelo, propietario del cabaret. El hombre llegó apresuradamente, separó a sus dos pupilas ante las protestas de los espectadores y las llevó al hospital, pues las dos habían perdido tanta sangre que no se podían ya tener en pie.
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Desde luego en Saltillo nunca se vio semejante atrocidad. Aquí las muchachas eran de natural pacífico. Casi todas venían de los ranchos, y les daba bastante pena lo que hacían. Muchas ni siquiera se avenían a desvestirse del todo, y le decían al cliente con tímida humildad: “Si gusta así como le digo, joven, vamos; pero si no, vaya con otra”. Todas tenían en sus cuartitos −llamados “accesorias”− un pequeño altar con imágenes de vírgenes y santos ante las cuales temblaba la llama de una veladora. Cuando aquellas pobres musas iban a hacer lo que tenían que hacer se persignaban siempre, y luego volteaban hacia la pared las imágenes y estampas a fin de que los celestiales protectores no miraran el pecado que ahí se iba a cometer.
Todas esas pobres mujeres deben haber pasado ya a mejor vida. Y digo a mejor vida porque seguramente todas se fueron derechito al Cielo. Las penas que habían de sufrir las sufrieron aquí abajo. Lo demás −Dios es infinitamente bueno− tiene que haber sido para ellas eterna bienaventuranza. Así fuera también para nosotros.