El zumbido: La Revolución no fue sólo cosa de hombres

Opinión
/ 2 octubre 2024

Febrero de 1915. La ciudad de Monterrey había sido tomada por fuerzas federales. El general Pablo González, que se disponía a lanzar un ataque contra esa importante plaza, envió a una persona como espía a fin de observar al enemigo, calcular sus efectivos y tomar nota de sus posiciones.

Después de afrontar toda suerte de dificultades logró esa persona llegar a Apodaca. Ahí hizo contacto con el general Maclovio Herrera.

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-Ten mucho cuidado −le dijo éste−. La situación es muy peligrosa en Monterrey. Los federales esperan un ataque, y para ellos todo recién llegado a la ciudad es un espía. No te arriesgues.

La persona enviada por don Pablo se las arregló para llegar a la ciudad. Se hospedó en el viejo Hotel “Imperial”, que se hallaba frente al actual Ancira. Durmió profundamente, quizá por el cansancio de los días anteriores, y a la mañana siguiente bajó a desayunar. Mientras lo hacía notó que dos hombres vigilaban desde otra mesa. Uno de los camareros acudía de continuo a atender a esos parroquianos, de modo que podía escuchar lo que hablaban entre sí.

La persona enviada como espía notó luego que el mesero estaba tratando de advertirle de algún peligro, y con mayor intensidad cuando los hombres se levantaron y salieron. Terminó y pagó su cuenta. En la puerta del hotel se topó con dos soldados federales.

-Acompáñenos −le dijo uno.

-Con mucho gusto −respondió−. Sólo permítanme subir un momento a mi habitación a traer lo que necesito.

Los soldados, desconfiados, fueron también, pero no entraron en el cuarto. Apresuradamente la persona echó tras el ropero algunos papeles comprometedores. Luego se puso a disposición de los soldados, y con ellos fue a dar a la estación del Ferrocarril Nacional. El general Felipe Ángeles inició un estrecho interrogatorio, pero nada pudo conseguir.

-Muy bien −ordenó−. Al paredón.

De inmediato la persona fue conducida al panteón municipal, y puesta frente al pelotón de fusilamiento.

-¡Preparen!... −ordenó el cabo encargado de la ejecución−. ¡Apunten!...

No dijo: “¡Fuego!”. Con una mirada de burla desató las manos de la persona, que al día siguiente fue a dar a Chihuahua con otros prisioneros de guerra. De ahí escapó dos meses después. Luego recordaba el momento de su simulada ejecución:

“...En ese instante se me acabó todo sentimiento de valor, de orgullo. Sentí un zumbido en los oídos, se me revolvió el estómago, y sólo se hizo presente un segundo de horror jamás sentido...”.

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Ahora bien. A lo largo de este artículo he usado machaconamente la palabra “persona”. Eso se debe a que el espía enviado por don Pablo González, la persona que vivió esta tremenda aventura, no era hombre. Era mujer. Se llamaba María de Jesús G. Hinojosa y militaba en el Cuerpo de Ejército de Oriente con el grado de Teniente de Caballería.

Como se ve, no toda la Revolución fue cosa de hombres.

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