Lecciones del cargo público de mi Padre
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Mi padre, Efrén Ríos Hernández, se desempeñó como un alto funcionario de la administración pública federal, entre 1970 a 1990. Fue un gran funcionario público federal. Después de mucho tiempo, me sigo encontrando personas que lo conocieron en la función pública. Se expresan de él como un hombre íntegro, honesto y transformador de la vida pública. En cada encargo público, mi padre, lidereo proyectos relevantes que favorecieron a los campesinos del país, principalmente.
En mi juventud, durante algún tiempo, cada viernes, acudía con él al Zócalo porque iba a trabajar por la tarde. Me encantaba ir por tres razones: presenciar el arriado de la bandera monumental en el Zócalo; dos, ir a las librerías del Centro a hojear libros; y tres, comprar unos buenos esquites que me comía escuchando a los cilindreros. Íbamos y regresábamos en el Metro, de Nativitas a Pino Suárez.
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Pues bien, en esos viajes al Zócalo en alguna ocasión, mi padre, me hizo una recomendación. Si algún día eres funcionario público, me dijo, te voy a recomendar tres reglas no escritas que debes seguir y que, sin duda, te van a ayudar a manejar de la mejor manera tu gestión oficial. Aquí se les comparto:
1. Nunca lleves cosas personales a tu oficina. Mi padre me decía: las personas que llegan a tener una oficina, por regla general, se llevan sus fotografías personales, sus títulos, cuadros y hacen de su oficina pública una decoración personal.
Por mi experiencia laboral, entiendo que esa práctica común es para generar un entorno más cómodo del lugar de trabajo. Pero, como decía mi padre, no hagas de tu oficina tu hogar porque cuando tengas que retirarte o despedirte, te puede costar: le agarran cariño porque creen que es su lugar.
Es decir: la oficina pública es pública. Es un lugar de servicio para los demás. En ese lugar, por definición, resuelves asuntos públicos. Ergo: no hagas de la oficina de los demás, un espacio personal. Así, cuando te retiras no extrañas nada: porque ese espacio nunca fue tuyo.
En lo personal, siempre he seguido esa regla. Los que me conocen saben que en mi oficina nunca llevo mis cosas personales, ni trato cuestiones personales. No tengo fotografías, títulos o cuadros personales. Solo está lo que la institución me ofrece para laborar en un entorno público y, cuando mis gestiones me lo han permitido, siempre les he dejado entornos laborales dignos para las siguientes generaciones. No para mí.
Esta regla, además, tiene un gran fondo: la oficina pública no es patrimonio de nadie. Es de toda la comunidad porque allí se deben resolver sus problemas que concierne a los demás.
Recuerdo cuando, en mi primer trabajo como secretario en la sala penal, no tenía ni oficina: solo una mesa de trabajo que, incluso, estaba afuera de la oficina en donde estudiaba y trabajaba los proyectos que teníamos que sacar para abatir el rezago de más de mil recursos de apelación. Los resolvimos en menos de un año. Sin oficina ni decoraciones personales. Solo un gran compromiso oficial.
2. Nunca archives los pendientes en los cajones. Mi padre, además, me insistía que la gestión de asuntos públicos obliga a atender, con debida diligencia, todos los problemas que te competen resolver. Los que archivan los asuntos es porque, en lugar de resolverlos, llenan de papeles sus archivos, signo de incompetencia: guardar papeles y dejarlos en el cajón.
En la función pública, no hay que guardar muertos, me decía, Don Efrén. Porque el que se sienta luego en la silla que te tocó, los revive de mala fe para usarlo en tu contra. Así que todos los asuntos, en la medida de lo posible, se resuelven. No se archivan.
Esta lección, también, tiene un gran significado para mi experiencia en el servicio público: cada asunto que me ha correspondido atender, lo he resuelto con la mayor diligencia y compromiso social e institucional. Solo archivo los asuntos totalmente concluidos.
3. Solo guarda una hoja en tu escritorio: la renuncia. Finalmente, mi padre, me decía que una vez que te entregarán tu nombramiento debes elaborar un solo documento que guardaras en tu principal cajón del escritorio: tu renuncia.
Me decía Don Efrén, que, en la experiencia pública, aunque hagas excelentemente tu trabajo, llegará siempre algún día en donde alguien te llamará y te dirá: favor de entregar la oficina porque afuera ya está esperando sentarse la nueva persona designada en lo que fue tu lugar.
De esa forma, me comentaba, nunca te agarran por sorpresa. Por el contrario, abres tu cajón, le agradeces la oportunidad y entregas el único documento que tenías listo desde que tomaste posesión del cargo público: la renuncia.
MORALEJA PÚBLICA
En la vida pública, haz de tu encargo un asunto impersonal. Es un período temporal que, mientras dura, ejércelo de la mejor manera posible a favor de los intereses de la comunidad. Eso es la mejor visión republicana: no puedes pensar quedarte para siempre en un lugar. El que lo piensa, termina muy mal.
Debemos, por supuesto, ejercer la función pública con imparcialidad, honestidad, profesionalismo y compromiso social. Eso es lo que aprendí de mi Padre (con E de Efrén).