¿Me caso para ser feliz?
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El peligro de casarse para ser felices es que el matrimonio se convierte en un proyecto de ‘recepción’, lo que mata el amor
Cada año, miles de parejas deciden casarse con la idea de encontrar, al final, la tan deseada felicidad. En las conversaciones prematrimoniales y en los talleres con jóvenes, la respuesta más habitual a la pregunta “¿Por qué se casan?” siempre es la misma: “Para ser felices”. Y ese es el gran peligro.
Casarse para “ser felices” tiene un tono romántico, pero en la práctica se convierte en el interés del matrimonio que motiva el fracaso, las frustraciones y la ruptura. No porque la felicidad sea algo malo, sino porque la expectativa no está bien orientada. Allí donde casarse se convierte en un proyecto de recibir y no de dar, el matrimonio tiende a la vulnerabilidad, la tensión y la fragilidad.
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Nuestra cultura promete que la pareja perfecta “te completará”, “te hará feliz”, “te quitará la soledad” o “te dará sentido”. Esta visión es seductora, pero psicológicamente falsa y peligrosa en el plano relacional. Cuando una persona piensa que la felicidad está fuera de ella –en este caso, en su pareja–, lo que ocurre es:
– Espera la relación como un espacio en el que se satisfacen todas las necesidades emocionales.
– Exige atención.
– Interpreta cualquier conflicto como un fracaso.
– Culpa al otro de su desdicha.
– Comienza a sentir ansiedad con la menor distancia o cambios de estado de ánimo.
Nadie puede ser responsable de la felicidad ajena. Ningún ser humano puede cubrir los vacíos, las inseguridades y las expectativas emocionales de su pareja. Buscarlo equivale a cargar con la propia presión del otro. El matrimonio no es terapia emocional. Casarse “para ser feliz” hace que el matrimonio se transforme en:
– Refugio emocional.
– Cura mágica de heridas propias.
– Huida de la soledad.
– Sustituto de la autoestima.
– Receta que alivia temporalmente inseguridades internas.
La mayoría de las veces el matrimonio agrava las fragilidades personales. Las fragilidades salen a la superficie cuando alguien pone su bienestar emocional en la pareja. Entonces, el matrimonio se convierte en un campo de batalla y no en un proyecto de vida. Cuando me caso por mi felicidad, ya no veo al otro. Cuando la finalidad es mi felicidad, dejo de atender las necesidades del otro, antepongo mi bienestar al suyo, valoro el amor según lo que en mí produce lo que recibo, y veo a la pareja como un medio, no como un fin.
No es amor. Es una dependencia afectiva disfrazada de romanticismo. El amor adulto, el amor maduro, es aquel que no se mide en lo que recibo, sino en la capacidad de dar, elijo dar.
La felicidad del matrimonio existe, pero no es espontánea ni automática. No depende del estado conyugal, sino de la calidad de la relación. Los matrimonios sanos, aquellos que viven bienestar, estabilidad y alegría, también tienen algo en común: cada uno de los dos busca hacer feliz al otro.
No supone sacrificio ciego. No significa renunciar a uno mismo. Es asumir la responsabilidad adulta de amar: escuchar, apoyar, comprometerse, perdonar, construir, acompañarse, crecer juntos.
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El peligro de casarse para ser felices es que el matrimonio se convierte en un proyecto de “recepción”, lo que mata el amor. El matrimonio funciona cuando el otro entiende: “No me caso para ser feliz. Me caso para hacer un proyecto de vida contigo... y ese proyecto nos hará felices a los dos”. Cuando el sentido es el amor, el servicio, la comprensión, la construcción y la felicidad aparecen como un resultado natural.
Casarse para que “mi pareja me haga feliz” es uno de los grandes errores de la vida adulta. El matrimonio no es un atajo para ser felices; es una relación entre dos personas que deciden crecer, amar y cuidarse. El momento en el que dejamos de esperar a que el otro nos complete y empezamos a compartir la vida desde la madurez, ya no es ideal romántico, sino un cotidiano feliz.