Minifalda, la revolucionaria prenda de Mary Quant
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Cuál no sería la sorpresa del recién casado cuando en la noche de bodas, al ir al lecho donde lo aguardaba su flamante desposada, vio que ella había puesto en el buró una caja con un letrero que decía: “Antes de cualquier cosa deposita aquí mil pesos”. Le comentó, mohíno, a la muchacha: “Ya me habían advertido mis amigos que eras muy codiciosa de dinero, pero no creí que tanto”... A diferencia del poeta de Jerez, yo no pido todas las lágrimas del mar. Una sola requiero para llorar con cortedad –así ha de ser– la muerte de Mary Quant, inventora de la minifalda. ¡Cuánto bien nos hizo a los varones esa insigne diseñadora inglesa! Puso al alcance de nuestra ávida mirada las piernas femeninas, escala al cielo, anuncio de ocultos paraísos. (En este punto me viene a la memoria aquella amiga mía que declaraba: “No entiendo a los hombres. No nos quitan la vista de las piernas, y a la hora de la hora es lo primero que hacen a un lado”). Ya no viví los tiempos de la blusa corrida hasta la oreja y la falda bajada hasta el huesito, pero sí aquéllos cuando las monjas de los colegios religiosos hacían que sus alumnas se hincaran, para ver si con las rodillas alcanzaban a cubrir la orla del vestido y confirmar así que no lo traían demasiado corto. El único medio que teníamos los adolescentes de conocer unas piernas de mujer eran las revistas sicalípticas de la época: Vea, Pigalle, Vodevil. (Playboy era apenas una promesa del mañana, como la llegada del hombre a la luna). Esas revistas las vendía a ocultas aquel Emilio que tenía un puesto en la plazuela de San Francisco, en mi ciudad. De cabello engominado, pantalón que le llegaba a medio pecho, tirantes y zapatos de dos colores –café y blanco–, Emilio era en la mañana vendedor de periódicos (agente de publicaciones, decía él) y padrote en la zona de tolerancia por la noche. Te entregaba la revista mirando a todos lados, cauteloso, y te advertía luego por lo bajo: “No le digas a nadie que yo te la vendí”. Con la Segunda Guerra, los vestidos femeninos, talares casi, se acortaron por la escasez de tela. Acabado el conflicto llegó el milagro de las medias nailon, aquéllas con raya en medio, sostenidas con liguero −¡oh, mirífica visión de Sophia Loren!−, y años después su contraparte, el criminal invento de las pantimedias, artera prenda matapasiones, muy práctica para las mujeres, pero nada teórica para los hombres. Advino luego la revolución sexual –“¡Y yo ya sin parque!”, suspiraba un señor de edad madura–, y con ella la maravilla de la minifalda. Unos cuantos centímetros de tela bastaron para transformar el mundo, en igual forma que antes lo revolucionó el bikini. Los moralistas, claro, pusieron el grito en el cielo, en la tierra y en todo lugar. Cierto cura le ordenó a una chica con minifalda que abandonara el templo. Obedeció, garbosa, la muchacha, y media concurrencia masculina salió tras ella. Lo que no saben los puritanos es que el eterno imán con que la mujer atrae al hombre –y todas las hembras a todos los machos– es el recurso –The tender trap, cantó Sinatra– de que se vale la naturaleza para perpetuar la vida. Bien vistas las cosas, en sentido literal, si nos remitimos al mandato bíblico, las medias con raya en medio sostenidas con liguero, el suéter ajustado, la minifalda, la blusa con escote pronunciado, los bikinis, han sido poderosos auxiliares de la divinidad para ver cumplido su mandato de “Creced y multiplicaos”. Y quizás Emilio, aquel agente de publicaciones y padrote, haya sido también colaborador en la tarea por habernos ayudado a percibir, con sus revistas vergonzantes, un atisbo del insondable misterio femenino...FIN.