MIRADOR 08/03/2022

Opinión
/ 8 marzo 2022
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Llega el viajero a Cáceres de España, ciudad romana, gótica y arábiga.

Alejada de los usuales caminos del turismo, Cáceres tiene un encanto que no se puede traducir. En su nombre hay ecos cesarianos; son sus murallas un grave discurso medieval; se advierte aquí y allá la fina filigrana del Islam.

Al término de la muralla está una casa. La edificó Juan Cano Moctezuma, nieto del infeliz emperador mexica bajo cuyo reinado se cumplió el vaticinio de la llegada de los hombres blancos y barbados.

Hijo de india y español fue Cano, ejemplo del fecundo mestizaje que surgió desde los años iniciales de la presencia hispana en estas tierras. Porque los españoles no fundaban colonias: creaban reinos. No aniquilaban a la población indígena: se fundían con ella. Por encima de la mentirosa leyenda negra brilla todavía la luz de España en suelo americano con resplandores de cultura, de lengua y religión. Por eso en la casa de Juan Cano Moctezuma, indio y español, este viajero, español e indio, se siente como en su propia casa.

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