One Piece, año de piratería social: ícono rebelde y su apropiación en México
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La buena voluntad y la ingenuidad de las protestas –cuyos orígenes y reclamos germinan legítimamente– son sofocadas por aquellos más hábiles en el ajedrez político de alto nivel, cuando estos últimos se apoderan de sus íconos y sus causas
El 2025 ha sido una secuela dinámica del año de las elecciones. En 2024, la mitad de la población mundial tuvo la oportunidad de votar y hubo comicios en 64 países, incluyendo a Indonesia, Nepal y México. Me parece muy interesante que, a un año de las elecciones, estos países hayan vivido una ola de protestas y movimientos sociales, organizados –al menos en apariencia– por los más jóvenes (Gen Z, nacidos entre 1997 y 2010), quienes se han sentido marginados de la toma de decisiones políticas.
El miércoles pasado tuve el honor de participar en el conversatorio “No todos los piratas roban. Símbolos, comunidades, espacios y contradicciones en los nuevos movimientos anticorrupción”, el cual organizaron Santiago Martínez y Mariel Miranda, expertos en el combate contra la corrupción e integrantes de la organización Transparencia Mexicana.
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El evento fue un diálogo en torno a los distintos símbolos que las movilizaciones sociales han usado para combatir a la corrupción y a los gobiernos despóticos, en particular el más reciente: la bandera pirata “Jolly Roger” del manga (historieta japonesa) “One Piece”, estandarte que las juventudes en distintos países usaron para mostrar el hastío hacia la corrupción, el mal gobierno y no formar parte de las decisiones políticas.
A lo largo de la historia, distintas insignias han acompañado a los movimientos políticos, sociales y revoluciones. Como bien dijo Hegel, “todo lo real es racional y todo lo racional es real”. Esta frase también aplica al campo de lo simbólico: el mundo de los hechos –el fáctico– está imbricado con el mundo de los símbolos. Las decisiones y acciones producen símbolos y, viceversa, los símbolos también forjan el devenir político y social.
Repasemos parte del catálogo iconográfico: el gorro frigio de la Revolución francesa representaba la libertad y anteriormente lo usaron los libertos en la antigua Roma; la paloma de la paz en 1968 en México, la cual estaba destinada a ser una imagen para la Olimpiada, pero terminó por ser perforada por una bayoneta, tal como nuestras juventudes de la época; el puño en alto del atleta Tommie Smith en los Juegos Olímpicos de 1968 para manifestar el empoderamiento negro, o Black Power, ante la estructura racista de los Estados Unidos; y los claveles que escenificaron la revuelta pacífica en Portugal en 1974.
Los anteriores ejemplos apenas son una pequeña muestra de la perpetua relación entre acción política y su imaginario alegórico. Pero, así como estas figuraciones suelen asociarse con la rebeldía y movimientos contra el statu quo, es importante aclarar que la derecha radical también tiene sus propios símbolos y que el establishment se ha apropiado en muchas ocasiones de estas imágenes que surgieron de la rebeldía y con el afán de transformar a la realidad social y política. El ejemplo paradigmático de este fenómeno son las camisetas del Che Guevara, cuya fuerza simbólica se ha difuminado al convertirse en mera mercancía.
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La buena voluntad y la ingenuidad de las protestas –cuyos orígenes y reclamos germinan legítimamente– son sofocadas por aquellos más hábiles en el ajedrez político de alto nivel, cuando estos últimos se apoderan de sus íconos y sus causas.
A diferencia de Indonesia y Nepal, me parece que en México hubo una expropiación simbólica con las marchas del 15 de noviembre. Los reclamos –legítimos– fueron despojados de sus manifestantes originales por los partidos que dicen ser de oposición, pero que actualmente se encuentran desvinculados de la realidad mexicana y de las necesidades de la ciudadanía. La coyuntura actual en el país no es aquella que propicia los reclamos generalizados de la población: la presidenta Claudia Sheinbaum cuenta con 70 por ciento de aprobación, de acuerdo con la encuesta de El Financiero, y 74 por ciento, según Enkoll/El País.
Esta alta aprobación, sin embargo, no implica que no existan motivos por los cuales cierto sector de la ciudadanía estemos a disgusto: la inseguridad generalizada en las 32 entidades, que no da tregua; desabasto de medicamentos y falta de personal en las instituciones del Sistema Nacional de Salud; la corrupción se mantiene en un Estado donde ya no existe un órgano autónomo garante de la transparencia pública, el huachicol fiscal, Segalmex y los nexos de Adán Augusto López con “La Barredora” son prueba de ello.
En México aún existe un sistema que permite castigar al gobierno mediante el voto. En mi carta de buenos deseos para 2026, espero que surja una alternativa política para darle cauce.
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Correo electrónico: areopago480@gmail.com