Palabra de honor
Antes valía mucho la palabra de honor. En el Potrero de Ábrego los tratos se cerraban sin firma de papeles, juramentos o promesas. Fijadas las condiciones del negocio cada uno de los contratantes se arrancaba un pelo del bigote o la barba, y así quedaba firme el trato. Con eso querían decir los dos: “Soy hombre −tengo bigote o barba−, y cumplo lo que digo”. Había un refrán ranchero: “Al toro se le conoce por la casta, y al hombre por la palabra”.
Del hecho de ser hombre, sin embargo, no deriva siempre el cumplimiento de la palabra dada. Decía uno:
-Soy hombre de una sola palabra: rájome.
Hubo en Saltillo un distinguido caballero dedicado a actividades de comercio que afirmaba que un comerciante no era verdadero comerciante si no se rajaba por lo menos dos veces diarias. Yo sé de algunos que se rajan hasta seis y siete veces cada día, dependiendo.
Don Antulio, labriego acomodado, del Potrero, mandó a su hijo a estudiar acá, en Saltillo. El muchacho, mocetón en plenitud de facultades −el aire del Potrero las vigoriza todas− sintió rijos por la muchachilla que servía de criada en la casa de asistencias a la que vino a dar. Ella, a su vez, se prendó del alto y rubio mancebo, y accedió a entrar en relación de noviazgo con él.
Se veían a las escondidas; ella, por temor a la patrona; él, por pena de lo que dirían sus amigos. Se encontraban en la alameda o en el cine, lugares propicios ambos al discreteo. Un día él le pidió:
-Dame una prueba de tu amor.
-El domingo en la tarde salgo −le respondió ella−. Esa misma noche te entregaré la prueba de mi amor.
Llegó el fin de semana, y el muchacho no se bañó el sábado, según la costumbre general, sino hasta el domingo por la tarde. Se peinó con Glostora y se aplicó una buena ración de Vetiver. La cita era en la alameda. Muy cerca, por la calle de Ramos Arizpe, estaba un hotelito que −le habían asegurado al potrereño sus amigos− recibía parejas en trances de amación. Si no, había que tomar un carro de sitio e ir al Hotel “Miramar”, que estaba a la salida de Saltillo, por la de Presidente Cárdenas, saliendo ya a la carretera.
Se hallaron los dos en la alameda.
-Vamos a otra parte –le dijo él a la muchacha− a que me des la prueba de tu amor.
-Aquí mismo te la puedo dar −respondió ella.
Pensó el galán en la reserva de algún rincón oculto, pero consideró que quizá sería incómodo recibir la tal prueba sobre la grama, llamada también zacate. Insistió, por tanto, en la necesidad de procurar un sitio más propicio.
-No −repitió ella−. Aquí te puedo dar la prueba de amor que me pediste.
Y así diciendo le entregó un pañuelito en el que había bordado, utilizando como hilo hebras de sus cabellos, las iniciales del amado.
No termina la historia en ese punto. Ansioso el joven, insistió semana tras semana en sus demandas amorosas, y acabó por dar a la humilde muchacha palabra formal de matrimonio. Sólo así se rindió ella al sitio acuciador. La natural conclusión del romance tuvo sitio en el estrecho camastro del estudiante, cierta cómplice tarde en la que todos habían salido de la casa. Y sucedió que... (Continuará mañana. Todo continúa mañana).
Antes valía mucho la palabra de honor. En el Potrero de Ábrego los tratos se cerraban sin firma de papeles, juramentos o promesas. Fijadas las condiciones del negocio cada uno de los contratantes se arrancaba un pelo del bigote o la barba, y así quedaba firme el trato. Con eso querían decir los dos: “Soy hombre −tengo bigote o barba−, y cumplo lo que digo”. Había un refrán ranchero: “Al toro se le conoce por la casta, y al hombre por la palabra”.
Del hecho de ser hombre, sin embargo, no deriva siempre el cumplimiento de la palabra dada. Decía uno:
-Soy hombre de una sola palabra: rájome.
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Hubo en Saltillo un distinguido caballero dedicado a actividades de comercio que afirmaba que un comerciante no era verdadero comerciante si no se rajaba por lo menos dos veces diarias. Yo sé de algunos que se rajan hasta seis y siete veces cada día, dependiendo.
Don Antulio, labriego acomodado, del Potrero, mandó a su hijo a estudiar acá, en Saltillo. El muchacho, mocetón en plenitud de facultades −el aire del Potrero las vigoriza todas− sintió rijos por la muchachilla que servía de criada en la casa de asistencias a la que vino a dar. Ella, a su vez, se prendó del alto y rubio mancebo, y accedió a entrar en relación de noviazgo con él.
Se veían a las escondidas; ella, por temor a la patrona; él, por pena de lo que dirían sus amigos. Se encontraban en la alameda o en el cine, lugares propicios ambos al discreteo. Un día él le pidió:
-Dame una prueba de tu amor.
-El domingo en la tarde salgo −le respondió ella−. Esa misma noche te entregaré la prueba de mi amor.
Llegó el fin de semana, y el muchacho no se bañó el sábado, según la costumbre general, sino hasta el domingo por la tarde. Se peinó con Glostora y se aplicó una buena ración de Vetiver. La cita era en la alameda. Muy cerca, por la calle de Ramos Arizpe, estaba un hotelito que −le habían asegurado al potrereño sus amigos− recibía parejas en trances de amación. Si no, había que tomar un carro de sitio e ir al Hotel “Miramar”, que estaba a la salida de Saltillo, por la de Presidente Cárdenas, saliendo ya a la carretera.
Se hallaron los dos en la alameda.
-Vamos a otra parte –le dijo él a la muchacha− a que me des la prueba de tu amor.
-Aquí mismo te la puedo dar −respondió ella.
Pensó el galán en la reserva de algún rincón oculto, pero consideró que quizá sería incómodo recibir la tal prueba sobre la grama, llamada también zacate. Insistió, por tanto, en la necesidad de procurar un sitio más propicio.
-No −repitió ella−. Aquí te puedo dar la prueba de amor que me pediste.
Y así diciendo le entregó un pañuelito en el que había bordado, utilizando como hilo hebras de sus cabellos, las iniciales del amado.
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No termina la historia en ese punto. Ansioso el joven, insistió semana tras semana en sus demandas amorosas, y acabó por dar a la humilde muchacha palabra formal de matrimonio. Sólo así se rindió ella al sitio acuciador. La natural conclusión del romance tuvo sitio en el estrecho camastro del estudiante, cierta cómplice tarde en la que todos habían salido de la casa. Y sucedió que... (Continuará mañana. Todo continúa mañana).