Para una zorra un coyote (II)
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Aquel carnicero de pueblo fue engañado: el dueño de un circo itinerante lo contrató para surtir la carne de burro que consumían los leones, pero el cirquero se fue de la ciudad sin hacerle al de la carnicería el correspondiente pago. Un año después regresó el circo. El tablajero exigió su dinero, y el empresario se negó a cubrir la deuda. Entonces el acreedor buscó los servicios de un abogado para que obtuviera del moroso deudor el dinero que debía. Presentó el letrado la demanda en el juzgado correspondiente, y un par de obsequios económicos permitió dar inusitada rapidez al trámite de embargo. Se apersonaron el abogado, el carnicero y un actuario en el circo de marras, y el funcionario judicial pidió al cirquero que designara bienes suficientes para amparar el valor de la carne no pagada.
-Muy bien -admitió el del circo-. Tomando en cuenta que los leones se comieron esa carne, señalo a los mismos leones.
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Dictaminó el actuario:
-Quedan entonces los leones embargados, y se le nombra a usted depositario de ellos.
Se dictó pronta sentencia, y llegaron otra vez los tres -abogado, carnicero y actuario- con el dueño del circo.
-En virtud de no haber cubierto usted el monto de la deuda -dijo el actuario- venimos a recoger los leones para sacarlos a remate en pública almoneda.
-Ahí están -respondió impertérrito el cirquero- son de ustedes.
Había llevado el abogado cuatro forzudos macheteros.
-Saquen las jaulas -les ordenó.
Procedieron los jayanes a empujar la primera.
-¿Qué hacen? -preguntó el empresario.
-Ya lo ve usted -contestó el abogado-. Nos estamos llevando los leones.
-No, un momento -protestó el del circo-. Pueden llevarse los leones, pero las jaulas no. Las jaulas no fueron embargadas.
-Pero se entiende... -intentó alegar el licenciado.
-No se entiende nada -replicó el empresario-. Lo que no esté en la ley ni en la sentencia no ha de sobrentenderse. Pueden llevarse los leones, pero las jaulas no. Y no digan que estoy oponiendo resistencia a un embargo judicial. Yo mismo voy a sacar los leones. Son de ustedes. Pero las jaulas no se las pueden llevar.
Y así diciendo empezó a abrir la puerta de una de las jaulas al tiempo que decía a los felinos con paternal y dulce voz:
-Anden, leoncitos; vayan con los señores, que son sus nuevos dueños.
Rugían los feroces animales y mostraban garras y colmillos espantosos mientras el empresario abría la puerta. A todo escape salieron corriendo los macheteros, pero no con la misma prisa con la que huyeron el abogado, el carnicero y el actuario.
-¡No se vayan! -les gritaba el fementido sujeto-. ¡Miren que los leoncitos se quieren ir con el carnicero! ¡Ya reconocieron al que les traía aquella carne tan sabrosa!
Los fugitivos no alcanzaron a oír esas palabras tan amables. Habían llegado ya al otro extremo del pueblo, y seguían corriendo aún. Mientras corrían iban pensando cosas diferentes. El abogado, que la ley tiene muchos recovecos. El carnicero, que jamás volvería a tratar con gente de los circos. Y el actuario, que hay veces en que la justicia tiene que quitarse la venda de los ojos para poder correr mejor.