Pasión y pasiones (II)
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-¡Qué feo está!
Esas fueron las palabras que el padre de Agustín Lara dejó escapar cuando vio por primera vez a su hijo. Él mismo lo había traído al mundo, pues era médico obstetra. “Desde ese instante −dice el relato de la vida de Lara, supuestamente hecho por él mismo− se marcó para siempre la actitud que el autor de mis días tendría para mí a lo largo de mi existencia”.
Solía decir el compositor que tenía un “hermano de puerta”, porque el mismo día, y casi a la misma hora, su padre asistió otro parto en la casa vecina, aquel en que nació Rafael Malpica, de Tlacotalpan, con quien Lara cultivó amistad entrañable a lo largo de la vida.
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Muy niño aún, Agustín fue llevado a la Ciudad de México. Las hermanas de su madre tenían a su cargo un hospicio para huérfanos. En la capilla de ese asilo vio Lara un armonio, y trató de hacerlo sonar, sin éxito. Una de las nanas le explicó que el instrumento necesitaba aire para producir los sonidos. Se sentó al chiquillo en el regazo, accionó los pedales e hizo que el pequeño oprimiera las teclas del armonio. “Entonces toqué las primeras notas de mi vida” −narraba el músico poeta.
Tanto interés mostró Agustín por la música que su madre le puso maestra de piano, la señorita Luz Torres Torija. Muy poco duró el aprendizaje: al niño le atraía la música, pero no el estudio de la música. El solfeo lo aburría mortalmente, y no entendía las confusas explicaciones teóricas de su maestra. Cuando llegaba la hora de la lección se escondía, de modo que nadie podía encontrarlo para que recibiera la lección. Un día le preguntó su madre:
-Entonces ¿ya no quieres tocar el piano?
-Sí −respondió Agustín−. Pero las notas me gustan tocadas, no pintadas.
La niñez de Lara fue triste, ensombrecida por la dureza de su padre. Contrariamente, en las mujeres encontró ternura y protección. Tanto su madre como sus tías extendieron sobre él un manto protector. Quizá eso explica el apego que Lara sintió siempre por la figura femenina, tendencia que lo llevó a ser uno de los más grandes amantes de su tiempo. Lo fue, y de muy alta calidad. María Félix, en aquella célebre entrevista que le hizo Jacobo Zabludovsky, manifestó que entre todos los hombres que tuvo −porque los hombres no la tenían a ella− Lara había sido el mejor. Y precisó, para no dejar ninguna duda sobre el alcance de su dicho: “El mejor dentro y fuera de la cama”.
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Por cierto, mi inolvidable amigo y gran torero, “El Pana”, ya fallecido, me contó una sabrosa anécdota. En cierta ocasión asistió María a una corrida de toros, pues gustaba de lucir en la plaza su palmito. Los seis toros que se corrieron esa tarde salieron mansos. Uno de los alternantes regaló un séptimo, que salió igualmente malo. El otro diestro regaló un octavo toro, y salió peor. El público, enojado, reclamaba un noveno toro, pero ya nadie se mostraba dispuesto a obsequiarlo. Entonces se oyó un estentóreo grito procedente de la sección de sol:
-¡María! ¡Regala uno de tu ganadería!