Saltillo: Un torrente de monedas

Opinión
/ 10 septiembre 2024

Don Pedro G. González vino aquí en 1916. Traía dos grandes canastos con hilos, hilazas, agujas de coser y tejer, botones, tira bordada, listones, lentejuela, chaquira y canutillo y fue por esas calles de Dios −y de Saltillo− ofreciendo su mercadería. Progresó rápidamente. Años después se estableció. Su nombre, escrito con grandes caracteres, figuró siempre en su tienda.

Pasado un tiempo regresó a su lugar de origen, Mina, Nuevo León, y buscó al amor de su vida, Felipita de la Garza. Habían durado 10 años de novios y 10 enojados. Cuando volvió, la reconciliación fue para casarse días después.

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La primera tienda de Pedro G. González estuvo en la calle de Allende, donde ahora se encuentra el edificio del Café del Oso. Se mudó después a la calle de Jiménez. “A cuadra y media del edificio de Correos”, dice una tarjeta que don Pedro envió a sus clientes, amigos, favorecedores y público en general para desearles feliz año 1920 y ofrecerles su “constante surtido en cajas, papel y sobres de lino, tiras bordadas, encajes, paños, listones, imperiales, franelas, medias, hilos King, Dragón y mercerizados. Importaciones directas de Estados Unidos y del país. Entregas a domicilio”.

El negocio estuvo después en la calle de Aldama, al lado de aquellas famosas “puertas verdes” de una casa de empeños. Luego pasó a la calle de Zaragoza, donde luego estuvo Genda, el local de marcos y espejos que fundó aquel buen caballero que fue don Genaro Dávila. Por último don Pedro compró en 1942 la finca donde por muchos años estuvo su tienda, esquina suroeste de Hidalgo y Pérez Treviño. La compró en 15 mil pesos a don Guillermo de Valle, pariente que fue del licenciado don Agustín, de gratísima memoria. Alguna vez visité esa recia casona, de las más viejas de Saltillo. Tiene fuertes paredes de adobe que miden casi un metro de ancho. Cierto día fue derribado uno de esos muros y de él salió un torrente de monedas que esplendieron a la luz con espléndidos brillos dorados. “¡Un tesoro!” –gritaron todos–. Oh decepción: las monedas eran falsas, de vil cobre untado malamente con pintura dorada. Valían menos que las monedas de hoy. También se halló en esa ocasión una botella llena de cabellos humanos, pequeños trozos de tela y otras cosas de misterio que pusieron temor de brujerías en los albañiles.

Sin necesidad de tesoros iba prosperando don Pedro G. González. Movidos por su ejemplo vinieron a Saltillos sus sobrinos Espiridión y Desiderio, y crearon sendos negocios que formaron también parte muy entrañable de la vida en nuestra ciudad: “El Koynor” y “La Esmeralda”.

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Muchos años trabajó don Pedro G. González. La rutina del afán cotidiano se interrumpía sólo de vez en cuando con un suceso extraordinario. Una vez entró en la tienda un hombre bien vestido que pidió ver una pistola que estaba en el aparador. Se la mostró don Pedro. Pidió también unas balas el presunto cliente, para probar el cargador. Luego, intempestivamente, se llevó la pistola a la sien. Apenas alcanzó a arrebatársela don Pedro. Le dijo con enojo al individuo: “Si quiere matarse vaya a la catedral y aviéntese del campanario”.

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