Pasos en la azotea

Opinión
/ 10 septiembre 2022

Hace dos meses que salimos de Tocoa, Honduras. Mi ciudad. Donde aprendí lo que sé de la infausta vida, incluyendo a sufrir mientras se ofrece la más sincera y rota de las sonrisas, esa que sólo pueden presumir los desposeídos. Me hubiera gustado quedarme ahí con mi familia para vernos crecer, pero necesitamos dinero y la única salida a la jodidez estaba rumbo al norte, a varios miles de kilómetros, en los Estados Unidos. Para llegar había que viajar de mosca en un tren que simbólica y siniestramente es apodado “La Bestia”. Si no te pones trucha, te traga.

Era la primavera de este 2002 y llovía como quien llora a un muerto –maldita premonición- cuando me trepé al vagón de ferrocarril junto con mi hermano de 20 años, Luis Antonio Pacheco Barahona. Para las organizaciones pendientes de los migrantes, soy un niño y él apenas un joven, pero estamos en calidad de pelados peludos para las necesidades del hogar. Contrario a los prejuicios inconscientes y xenofóbicos, nadie se monta en la locomotora de marras para sufrir las de Caín por gusto, es la falta de oportunidades que causa un cuello de botella que con el paso del tiempo se vuelve insostenible.

En nuestra mochila empacamos dos cambios de ropa, una frazada, comida y el poco de dinero que logramos ahorrar malcomiendo algunos días. Tuvimos que apañarnos para conseguir buen lugar en el techo del furgón, estaba repleto porque no éramos los únicos con ganas de una vida mejor. Nos acompañaba una centena de paisanos que se acrecentaba en cada poblado por el cual transitaba el convoy de la ilusión y el desamparo.

Elmer, no podemos dormir los dos a la vez. Uno vela y el otro echa una pestaña. Descansa tu primero, pero ten – me ofreció un trozo de soga roída- amárrate de algún tubo para que no te vayas a caer porque chupas faros.

A pesar de que Luis era tan sólo cuatro años mayor que yo, me trataba como un padre. Apuesto que daría su vida con tal de que yo logré penetrar la frontera americana. Paradójicamente, yo preferiría que estuviéramos los dos de vuelta en Honduras, aunque fuera con el rabo entre las patas, que sólo uno en el soñado país. En cada estación me invadían las ganas de tomar el camino de regreso, tenía miedo, pero no era un culicagado. En mi casa esperaban billetes verdes para comer y yo me quería casar con una gringa afro. Las cartas estaban echadas, me los tenía que apretar muy duro.

Más pronto que tarde llegamos a México, bajo ese cielo azteca hicimos buenas migas con un muchacho al que le decían El Moreno. Lo conocíamos poco, salvo que tenía mi edad y que se llamaba José David. A juzgar por su acento, no era compatriota, dios sabe desde donde estarían rezando por él, pero en esta aventura de vida o muerte –un auténtico viacrucis– todos éramos hermanos.

El 23 de mayo salimos de San Luis Potosí, ahí descansamos, nos dimos un baño y por la mañana abordamos rumbo al norte. El viaje en tren es lento, pero luego de un par de meses de viaje habíamos aprendido a esperar con falsa parsimonia. Al día siguiente llegamos a Saltillo, donde un grupo de guardias de una empresa privada que resguarda el ferrocarril nos bajó a bayoneta calada.

El grupo se dispersó cuando escuchamos que cortaron cartucho, temíamos que nos aplicaran la extrajudicial y popular “ley fuga”, por eso cada quien se peló para donde pudo. Junto conmigo se escabulló mi hermano y El Moreno, eran todo lo que me quedaba en el mundo ahora que era un apátrida.

Caminamos entre el monte, sorteando los matorrales y cuidándonos de la víboras que pudieran aparecer. José David dijo que sabía de una señora que nos ayudaría. Esthercita podía recibirnos en su casa, nos daría de comer y al día siguiente, con la certeza que brinda la luz del día, podríamos continuar hacia el confín. La meta lucía más cerca que nunca. Me distraje del cansancio pensando que me gustaría desposarme con la gringa afro en la catedral de San Pedro Sula, pero el sonido de un destartalado automóvil me sacó de la ensoñación.

Metros más adelante nos alcanzó un vehículo fragoroso y mal oliente que era conducido por un siniestro hombre con percha castrense. Nos dijo que conocía a Esther y que podía llevarnos a La Esperanza, poblado en el cual radicaba esa señora que se veía como un oasis de paz en medio de este desierto de la zozobra. El reloj rozaba las cuatro de la mañana y esta falsa alma caritativa nos sugirió buscar a la doña hasta el amanecer. A pesar de la desconfianza que me despertaba el individuo, tenía razón. No eran horas.

Decidimos esperar en un predio a escasos 100 metros de esta posada de los migrantes. Nos gustó el lugar por estar escampado y en lo alto de una pequeña colina, así podríamos ver si se aproximaba un depredador. Me recosté bajo un mezquite y, por primera vez en el día, me descalcé. Mi hermano tenía el rostro desencajado, un mal presagio lo mantenía inquieto y sugirió que nos moviéramos de aquel sitio. Le dijimos que se tranquilizara, no queríamos un ave de mal agüero con nosotros, sobre todo si ya estábamos a menos de tres centenas de kilómetros de la meta y en unas horas nos darían posada.

Decidimos devorar las provisiones restantes y dormir la mona. El agotamiento nos dio vía libre al quinto sueño, pero cuando habían transcurrido pocos minutos se escuchó el crujir de las hojas de los árboles que caen al suelo, una siniestra figura de aspecto marcial se acercaba, mientras entre risotadas socarronas lanzó una interrogante como quien arroja una moneda al aire “¿Se acuerdan de mí?”. Cuando lo tuve cerca pude ver su cara, jamás lo olvidaré. Somos incapaces de extraviar en la inconsciencia los rostros de aquellos que nos exilian de nuestras quimeras.

Todo fue muy rápido y a quemarropa. No hubo tiempo para reaccionar, sólo me fue posible pensar en cómo llegamos hasta aquí. El trampero había aparecido. Luis –afortunadamente- alcanzó a ocultarse en un automóvil, pero vi como el sardo reía de forma demente al tiempo que le clavaba cuatro tiros en la espalda al Moreno que rodó inerte colina abajo. Luego, me miró. Me puse de pie y emprendí la huida, pero no acababa de dar dos pasos cuando escuché una serie de estallidos, después sentí un intenso calor que todavía me recorre la espalda y moja mi vientre.

Quiero escapar, pero mis piernas no responden, se me nubla la vista y estoy adormecido. Caí, mi cabeza golpeó con el tronco del árbol que usaba como almohada y ahora sólo pienso en cuánto nos costó llegar hasta este Gólgota, donde el más feroz de los verdugos nos llenó las entrañas de plomo con la ira y ferocidad de aquel que está decidido a actuar a sangre fría.

El mundo se está quedando en silencio, pero alcanzo a distinguir que sus pasos se dirigen monte adentro. Aún retumban en mi cabeza, como balas, sus horrísonas carcajadas. Me estoy durmiendo y lo único que deseo es despertar en el sueño americano con Luis y no alcanzar al Moreno en la vida eterna. Después de perderlo todo, sólo me quedó este suelo para caerme muerto ¿En La Esperanza muere el último?

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