Pepetiso, el entrometido

Opinión
/ 10 marzo 2024

Lo diré sin perífrasis o circunloquios, o sea sin rodeos: Pigricio era más güevón que la quijada de arriba. Perdón por ese término vulgar: bien sé que no debería decir “quijada”, sino maxilar o mandíbula. Hijo único de madre viuda, que lo mantenía y mimaba hasta el extremo, el haragán dormía hasta que se juntaban las agujas del reloj, vale decir hasta las 12 del mediodía, cuando había ya caldo en las fondas. Su mamá lo movía suavemente para despertarlo. “Ya levántate, hijito –le decía con ternura–. Se te va a hacer tarde para tu siesta”. La señora, pobrecita, les confiaba a sus vecinas: “Si ya no quiero que el trabajo le guste; nomás con que le pierda un poquitito el asco”. Me apena decirlo, pero cuando el perezoso sujeto tenía sexo lo hacía siempre en la posición que los americanos llaman cow girl o woman on top, la mujer arriba, para ser ella la que tuviera que moverse, y no él. Una anécdota me servirá para ilustrar hasta qué punto detestaba el tal Pigricio eso de trabajar. Su madre le pidió un día: “Llévame al cine, hijo. Dan una película con doña Sara García y don Fernando Soler. Los dos trabajan muy bien”. “¡Ah, no! –rechazó con vehemencia el holgazán–. ¡Si es cosa de trabajo yo no voy!”. Después de este relato de la vida real permítaseme una digresión etimológica. En jerga de plebeos los testículos, dídimos o compañones del varón se conocen, entre otros muchos nombres majaderos, con el de “aguacates”, por la semejanza que con ese fruto tienen. Sucede, sin embargo, que la cosa es al revés: los aguacates se llaman así por el parecido que tienen con esa doble parte de los másculos. En efecto, el aztequismo ahuacatl, quiere decir testículo. Cosa de la filología náhuatl, tan rica como la griega o la latina. Debería enseñarse en las escuelas. Estudiante de preparatoria, aprendí el significado de Batracomiomaquia, pero ignoraba el de Xochimilco, Iztaccíhuatl o Chapultepec. Nutridos solamente en lo europeo, desconocíamos, y aun desdeñábamos las espléndidas culturas de nuestros antepasados aborígenes. Hasta aquí la digresión, a la que aquel término, “aguacates”, le quita cualquier asomo de solemnidad... Conocemos bien a don Chinguetas: es un marido tarambana, dado a devaneos eróticos que no se condicen con su calidad de hombre casado que al pie del ara le juró fidelidad a su mujer. Un día su esposa le reclamó, iracunda: “Me han dicho que tienes trato de carnalidad con una amiga mía del Club Silvestre, con otra de la merienda de los jueves, con una más del círculo de lectura y con otra del grupo de exalumnas del Colegio de las Damas. Si sigues haciendo eso con mis amigas te dejaré y me iré a la casa de mi madre”. Replicó don Chinguetas: “Tu madre está de visita en nuestra casa desde hace 14 años, pero tienes razón. En adelante me buscaré mis propias amistades”... Pepetiso se llamaba, y era extremadamente bajito de estatura. Cuando se le caía algo no necesitaba agacharse para recogerlo. Pidió ser admitido en el club nudista “Ventilemos nuestras diferencias”, para socios de ambos sexos, y le negaron la admisión. Dijo el presidente a fin de justificar el rechazo del chaparrito: “Va a andar metiendo las narices en las cosas de los demás”... El reverendo Rocko Fages fue a convertir a los paganos de las Islas del Mar del Sur, que vivían felices en su paganismo. Les habló del demonio, del pecado, del infierno y de otras venturas de la verdadera religión. Los bautizó conforme al rito de su iglesia, por inmersión, y luego, para legitimar sus uniones, ofició un desposorio colectivo. Después de la ceremonia nupcial comentó alegremente uno de los isleños: “Lo mejor fue lo del matrimonio. Todos agarramos vieja nueva”... FIN.

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