Murales y muros: el arte callejero como relato de ciudad

Opinión
/ 8 agosto 2025

Cada mural bien hecho suma una nueva sala, una nueva voz, una nueva historia contada a través del color. Por eso, más que limitar el arte callejero, deberíamos protegerlo

Disfruto enormemente caminar. A veces lo hago por las calles y avenidas de la ciudad en la que me encuentro; otras, me alejo del bullicio urbano para disfrutar los paisajes que la naturaleza ofrece. Muy rara vez me arrepiento de una caminata. Por el contrario, en la mayoría de las ocasiones, abre una puerta al descubrimiento. Voy, así, ampliando mi mundo y los seres que habitan en él. Por eso dedico tiempo, en cantidad y en calidad, a mis recorridos a pie. Evito, a toda costa, el encierro y la rutina.

Durante mi más reciente recorrido por Centro y Sudamérica, hubo algo que encontré en prácticamente todas las ciudades que visité: murales callejeros, muchos de ellos de una belleza sorprendente. Obras que, por su calidad técnica, su riqueza estética y la potencia de sus mensajes, pueden considerarse dignas continuadoras de aquella gran tradición pictórica que en México tuvo a Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros y José Clemente Orozco como sus principales exponentes. Pero a diferencia de aquellos muralistas clásicos, cuyos lienzos eran las paredes de edificios institucionales o grandes obras públicas, los artistas urbanos de hoy intervienen espacios más diversos: muchas veces, barrios populares o fachadas que antes pasaban desapercibidas.

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Sé que en gustos se rompen géneros, pero en lo personal prefiero aquellos murales que se muestran con orgullo como expresiones auténticas del lugar en el que quedaron fijados. No sólo por las temáticas que abordan —comunidades originarias, leyendas locales, personajes del barrio, denuncias sociales—, sino por el trazo, la paleta de color y la forma en que el muro se integra al entorno. La belleza y el cuidado con que están realizados hacen evidente que no son actos clandestinos, sino obras que cuentan con la anuencia —y muchas veces con el respaldo activo— de autoridades o propietarios. Esa legalidad, lejos de restarles fuerza o frescura, les da legitimidad y la promesa de una mayor permanencia.

$!FOTO: MIGUEL FRANCISCO CRESPO ALVARADO

Por eso dolía tanto ver cómo esas mismas obras eran vandalizadas por quienes, lejos de sumar, parecían ensañarse con destruir. En ciudades como Montevideo o Asunción fui testigo de cómo verdaderas obras de arte eran agredidas con rayones sin sentido, firmas ilegibles o manchas arbitrarias. No eran intervenciones artísticas ni actos de protesta: era simple destrucción. Me cuesta trabajo comprender esas sinrazones. No hay crítica ni propuesta, ni siquiera una rabia dirigida: sólo una necesidad ciega de imponer la marca propia, como si eso bastara para existir. Y, sin embargo, no siento desprecio por quienes lo hacen; más bien me invade una cierta tristeza por esas vidas que parecen tan grises, que encuentran su único trazo de color en la destrucción del trabajo de otros.

En contraste, la ciudad que más me sorprendió en ese sentido fue Panamá. Allí, la presencia de ese tipo de vandalismo fue mínima, casi nula. Y eso permitió que los murales —que no son tan abundantes como en otras urbes— pudieran disfrutarse plenamente, convirtiendo la caminata en una experiencia estética completa. Como ya he dicho en entregas anteriores, nuestras ciudades son museos inmersivos, y cada mural bien hecho suma una nueva sala, una nueva voz, una nueva historia contada a través del color.

$!FOTO: MIGUEL FRANCISCO CRESPO ALVARADO

Por eso, más que limitar el arte callejero, deberíamos protegerlo. Comprender que esos murales no son simples “pintadas” ni meras decoraciones, sino relatos visuales que enriquecen el espacio público. Y asumir que el respeto por esas obras también forma parte del respeto por la ciudad misma, por quienes la habitan... y por quienes, como yo, la recorren con los ojos —y el corazón— bien abiertos.

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