Plaza de almas
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Alguna vez, Armando, seremos habitantes del olvido, pero ahora vivimos en la casa del recuerdo. Muchos y muy variados aposentos tiene esa morada. En uno viven nuestros padres muertos, que desde ahí nos miran con tristeza. En otro se hallan las mujeres a quienes amamos, y a las que desde aquí vemos con tristeza. En aquel cuarto están todos los que se fueron, y los que no vinieron nunca. En los demás se ocultan las sombras. Vale decir la sombra. Por eso antes de que nos volvamos una debemos aplicarnos a la tarea de vivir. Dicha enseñanza la aprendí de un cierto amigo mío, hombre joven profundamente religioso a quien la Iglesia convirtió en pagano. Muchacho devoto, pertenecía a varias piadosas asociaciones juveniles, casi todas las cuales presidía. Yo no era ni acejotaemero ni ajefista, vale decir ni iglesiero ni comecuras, y sin embargo hicimos amistad porque nos respetábamos nuestras ideas –o nuestra falta de ellas- y nos intercambiábamos libros. Una vez le presté “Madame Bovary”, pero me devolvió la novela a los pocos días. Le había parecido impropia, dijo. Él me prestó “Las garras del diablo”, de Enrique Pérez Escrich, escritor católico de mucha moda en la católica España. La obra me pareció inapropiada, pero no se lo dije. Un Miércoles de Ceniza –los miércoles de ceniza deberían caer en lunes- mi amigo me pidió que lo acompañara al templo a recibir la cruz luctuosa que el sacerdote ponía en la frente de los feligreses al principio de la Cuaresma a fin de recordarles lo pasajero de la vida y su deleznable condición humana. “Recuerda, hombre, que polvo eres y en polvo te convertirás”. Por primera vez desde que las oía de niño esas palabras calaron hondo en el pensamiento de mi amigo, y más en su sentimiento. Al salir de la iglesia me dijo con solemnidad: “Felipe: tiene razón el cura. Pronto seremos polvo, aunque vivamos mucho. Vamos entonces a vivir. Te invito una buena comida –pescado o carne, escoge-, con vino tinto o blanco, según sea. Dos botellas, lo menos, si no más, y luego unos coñacs. Después iremos con las muchachas. Por el momento ni ellas ni nosotros somos polvo. Luego ya veremos. O no veremos ya”. A partir de ese día –de esa noche, sobre todo- mi amigo, antes devoto practicante de la religión, se convirtió en devoto practicante de la vida. Nunca perdió la fe -solía decir: “Si la perdiera ella me encontraría”-, pero se dedicó a gozar los dones que el buen Dios hizo para sus criaturas. Eso sí: hacía el bien para corresponder a los bienes que recibía. Dejé de verlo porque se fue de la ciudad, creo que a estudiar en Europa. Regresó únicamente cuando murió su madre. Lo acompañaba una mujer de raza negra, alta y hermosa. Una estatua de ébano, si me permites el lugar común. “Todavía no somos polvo, Felipe” –me dijo cuando lo abracé-. Fue esa la última vez que lo vi. Ya no supe nada de él. Si no es polvo es sombra, lo mismo que soy yo para él. La casa que fue de sus padres la vendieron sus hermanos, y ni siquiera ellos supieron dónde estaba para enviarle la parte que le correspondía de la venta. Alguien me dijo que traficaba en arte: compraba cosas a los europeos pobres y las vendía a los americanos ricos. Un amigo viajero creyó haberlo visto en Roma; otro en Barcelona; uno más, naturalmente, en París. Quizá los tres se equivocaban. Quizá los tres tenían razón. Ese fue, Armando, mi amigo. No te digo su nombre porque tiene familia aquí, sobrinos nietos, qué sé yo. Lo he recordado en estos días de sombra y polvo. Me parece oír que me dice: “Vamos entonces a vivir”. Y miro junto a él a una mujer de raza negra, alta y hermosa. Una estatua de ébano, si me permites el lugar común… FIN.