Políticos, más allá de aplaudir y el halago fácil, es su deber rendir cuentas
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Pareciera que la gente se tiene que rendir al diputado, senador, alcalde, gobernador o presidenta que hace lo que tiene que hacer porque para eso pidió ser elegido o elegida
Siempre he criticado ese afán de los políticos por querer ser el centro de atención, el centro de los aplausos cuando realizan algo que es su deber, por colocar placas con su nombre cuando realizaron una obra con dinero que no es suyo.
Me causa un cierto grado de coraje cuando, en su narrativa política, hablan de lo que hicieron como si se tratara de un gran favor, cuando pareciera que les tenemos que dar las gracias por haber hecho una carretera con dinero de la gente, haber ayudado a una comunidad en desgracia o cuando entregan apoyos a un sector en situación de vulnerabilidad.
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Vaya, cuando tenemos que aplaudirles por hacer su trabajo.
En tiempos donde en todo el país sobran los actos de corrupción, las malversaciones, los desvíos, los enriquecimientos inexplicables, los abusos de poder o el influyentismo político, pareciera que la gente se tiene que rendir al diputado, senador, alcalde, gobernador o presidenta que hace lo que tiene que hacer porque para eso pidió ser elegido o elegida.
Por eso estoy convencido de que la sociedad tiene que entender que quienes están ahí, en esos puestos de poder, deben ser tratados y juzgados como empleados de la gente. Nada se les debe porque todo es su obligación.
La sociedad debe aprender –debemos aprender– a no caer en el juego del halago fácil. Cuando celebramos exageradamente lo mínimo, cuando compartimos sin cuestionar los mensajes oficiales y cuando aceptamos sin crítica las versiones maquilladas de la realidad, contribuimos a perpetuar esa cultura, donde la forma vale más que el fondo. Cuando dejamos de exigir y empezamos a conformarnos con espectáculos en lugar de resultados.
Informar –a propósito de los informes de gobierno– es una obligación porque es un derecho de los ciudadanos estar informados. Porque quien ostenta un cargo público debe entender que la información no le pertenece, sino que se trata de un bien público al que todas y todos debemos tener acceso.
Y en ese sentido es necesario que la información sea lo más pública posible, para ponerle lupa, fiscalizarla, cuestionarla. Porque un verdadero informe de gobierno involucraría rendir cuentas a la ciudadanía de una forma que se cuestionen las decisiones y el gasto del dinero público, y no convertir el “evento” en una oda al besamanos, en un aplausómetro o en una especie de culto al informante.
Un verdadero informe dejaría a un lado los espectáculos de circo para enfrentar un diálogo que contraste opiniones y cifras. Un acto participativo donde la ciudadanía no sea una espectadora, sino una voz activa que interpela, pregunta, exige y propone. Un modelo donde la crítica no sea vista como ataque, sino como herramienta para mejorar. Así podremos romper con esa lógica históricamente paternalista que espera que aplaudamos obedientemente cada anuncio y cada obra, como si se tratara de un favor personal.
AL TIRO
Años y años, sexenios y sexenios, trienios y trienios se hace lo mismo, no importa quién esté gobernando. Desafortunadamente, hemos normalizado los actos protocolarios de un informe como si se tratara de la gran fiesta anual.
Como ciudadanía debemos entender que no necesitamos discursos edulcorados ni videos musicales donde los gobernantes se presentan como héroes de su propia historia ni funciones de circo. Porque gobernar no debe ser un acto de vanidad, sino una responsabilidad adquirida, con deberes y obligaciones.
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Al final, el valor de un gobierno no se mide por la magnitud de su propaganda, sino por la capacidad de responder con hechos claros a las necesidades de la gente. Y el valor de una sociedad se mide por su capacidad de no dejarse deslumbrar. Si como sociedad madura queremos dar un paso adelante, debemos empezar por rechazar la simulación, desmontar el culto a la figura pública y recordar que ninguna autoridad está por encima de su obligación.