Regalo inesperado
Contrario a lo que hubiera anticipado o esperado en otro tiempo, mientras más me insultaban, más me divertían y, sobre todo, más comprobaba que el drama nacionalista era desproporcionado y que las argumentaciones eran puras necedades
Con los años me ha sido más sencillo moderar mi consumo de alcohol que mi consumo de pan. Creí que tenía genes de poeta maldito, pero creo que soy más bien una abuelita después del rosario de la tarde.
Me encanta el pan y agradezco que haya en mi ciudad una nueva ola de emprendimientos de gente joven que explora las bondades de la masa madre y la panadería artesanal, para no tener que conformarnos con el pan que, por tradición y falta de alternativas, hemos comido toda la vida.
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Quizás le suene el nombre de Richard Hart (o quizás no). Acaso, lo recuerde como el maldito panadero extranjero que osó hablar mal de nuestro pan tradicional mexicano, comentario que le valió la funa masiva en redes sociales, el boicot a su negocio en la capital mexicana y la categoría de enemigo público.
Lamentablemente, para sus “haters”, Hart sí es una autoridad en la materia (“una piola” como se dice en los ámbitos académicos). El londinense de 48 años comenzó su carrera con el celebérrimo Gordon Ramsay, tras lo cual se mudó a Estados Unidos para especializarse en panadería artesanal, haciéndose de renombre en San Francisco, California, cuna de la tendencia (hoy mundial) del llamado pan de masa madre. ¿Qué significa esto? Sabores más complejos y una mejor digestibilidad, es decir, pan más rico y saludable.
No conforme con esto, el tal Hart fundó una cadena de panaderías en Dinamarca y es autor de un exitoso libro en su especialidad. Se dice además que su historia inspiró parte de la trama del aclamado drama culinario “The Bear”.
Como, pese a nuestra idiosincrasia y a la actual corriente política que promueve el aislacionismo (ya hablaremos de ello en otro momento), hay en México y particularmente en la CDMX una apertura cultural y gastronómica, Hart pensó que sería buena idea incursionar con su empresa en nuestro país y abrió Green Rhino en la ya mítica Colonia Roma.
Pero, para desgracia de todos, se filtró una entrevista que Hart dio para un podcast danés (PopFoodie Radio, abril de 2024), en la que dijo que en México no existe realmente una cultura del pan, que la harina que empleamos es de pésima calidad y que nuestro bolillo es una mentada de madre (bueno, en realidad dijo que es pan “feo e industrializado”).
No, bueno... Ya podrá imaginarse cómo ardió México de indignación. Desde Yaritza y Su Esencia, aquellos chamacos chicanos reggaetoneros que tuvieron la imprudencia de confesar que no les gusta la comida mexicana y que prefieren los “chicken nuggets”, no nos sentíamos tan agraviados en nuestro patrio pundonor.
Y a mí, francamente, me das más pena y mucho más pesar atestiguar nuestra pobre tolerancia a la crítica, lo endeble e infantil de nuestras argumentaciones, lo frágil de ese orgullo que supuestamente nos sostiene ante la adversidad, por no mencionar lo fácil que nos brota lo racista y lo xenófobo.
¡Qué plañir, qué llorar! ¡Cuánta excesiva e innecesaria invocación a los antiguos dioses del Panteón Prehispánico! Y mire, en parte siempre hemos sido así, pero también es cierto que hoy en día andamos con esos sentimientos crispados de más, como que alguien no deja de cilindrearnos con el discurso ultranacionalista.
Y yo, que el único deporte extremo que practico desde hace años es ir a patear avisperos en redes sociales, tuve la ocurrencia de ir a comentar en la página de un creador de contenidos que con un maniqueo video sobre Hart se ganaba algunas visitas y “likes” facilones.
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Ni siquiera llegué a argumentar sobre el pan, que es lo que deberíamos estar discutiendo. Tan sólo dije que estábamos (me incluí sólo de forma retórica) llorando demasiado por una simple crítica (la crítica de un experto, por cierto) a la cual tenía derecho y misma a la que –sentimentalismos aparte– no le faltaba razón. Que parecíamos una turba de aldeanos con trinches y antorchas (digitales) buscando destruir al monstruo que se atrevió a agraviar al sacrosanto pancito de nuestras más tiernas añoranzas.
Ya sabrá que a partir de ese comentario todo el odio dirigido a Hart se volvió contra mí. De pronto el paria era yo, el apátrida, el cobarde, el indigno, el arrastrado que permite que cualquier extranjero lo pisotee y escupa a la cara. Y no le reproduzco aquí los descalificativos personales más ofensivos nomás para no darle armas a los que ya les caigo gordo.
Pero, contrario a lo que hubiera anticipado o esperado en otro tiempo, mientras más me insultaban, más me divertían y, sobre todo, más comprobaba que el drama nacionalista era desproporcionado y que las argumentaciones eran puras necedades.
Cuando uno de los mejores panaderos del mundo dice que nuestro pan deja qué desear, creo que no lo dice ni por arrogancia ni para que reneguemos de nuestro vínculo con lo que comemos o nos avergoncemos de nuestras memorias gastronómicas. Ni siquiera estaba dialogando con nosotros en primer lugar, sólo hacía un diagnóstico desde su expertise, al cual quizás nos convendría escuchar.
Nuestro pan no está a la altura de los mejores y hay razones históricas para ello, como que Europa se desarrolló con el trigo y nos lleva algunos cientos de años de ventaja horneando, mientras que nuestro grano histórico es el maíz (al cual le estamos, por cierto, dando en la madre gracias a las anticientíficas políticas públicas).
Reconocer que nuestro pan no es el mejor no significa que no tengamos gusto, afecto y hasta cariño por las conchas, chorreadas, marranitos y molletes; o que no tenga respeto por los maestros artesanos que me han alimentado durante medio siglo. Pero, si existe un mundo panaderil mejor y más vasto (y claro que lo hay), lo quiero conocer y reconocer, y no debe suponer ello ningún trauma.
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La falacia de una supuesta supremacía nacionalista en todos los ámbitos es una idea que encuentro cada vez más ridícula, como un sentimiento de impotencia no confesado.
Es el caso que, mientras más me insultaban y vilipendiaban en redes, más gracia y ternurita me despertaban con su patrioterismo impermeable a la razón. Y me di cuenta de que me he vuelto bastante tolerante a muchas injurias cibernéticas gracias a otra horda irracional que más tarda en redactar una réplica que en olvidar los argumentos y prefiere atacar las fuentes o a sus interlocutores con toda suerte de descalificaciones.
Con su interminable letanía de lugares comunes, con sus gastados apelativos han terminado por fortalecer nuestro sistema inmune, al menos el mío, contra un amplio espectro de diatribas.
A base de insultar sin argumentar, de repetir sin pensar, de asumir sin preguntar, de agredir sin la menor introspección, he terminado por hacer una respetable coraza y recién (con todo este asunto del pan) me di cuenta de ello.
¡Gracias, chairos! ¡Feliz Navidad!