Saltillo: Camposantos, cementerios, panteones, difuntos
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La ciudad tenía antes el callejón de La Llorona, el callejón de las Matanzas, también había el callejón del Hueso, el del Diablo, el de la Delgadina...
Camposanto, sonorosa y olvidada palabra, antiguamente usada en Saltillo. La actual calle de Salazar llevó antes el nombre de Callejón de las Ánimas o del Camposanto, por la existencia de un antiguo panteón en los terrenos que luego fueron la Alameda Nueva. El diccionario lo define como: un lugar de reposo, terreno bendecido para el enterramiento de los difuntos. En Saltillo se usa el término “panteón”, que define al templo romano dedicado al culto de todos los dioses y designa también una bóveda redonda y magnífica alrededor de la cual se encuentran los nichos con sus urnas, donde se guardaban los restos de los reyes y príncipes. Otra acepción tiene la palabra panteón: el monumento funerario destinado al enterramiento de personas, que aquí conocemos como “tumba”.
En Saltillo se usa “panteón” para designar el lugar público en donde reposan los muertos; palabra derivada de la creencia católica de que los muertos reposan hasta el día de la resurrección. Durante las festividades de los difuntos, la costumbre saltillense consistía en visitar las tumbas de los familiares y se limitaba al acicalamiento de las tumbas y la ofrenda floral depositada ahí mismo, lo que implica una interminable peregrinación a los panteones locales sobre todo los días 1 y 2 de noviembre.
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No hace muchos años, poco más de dos décadas quizás, las autoridades educativas impulsaron los altares de muertos en las escuelas y edificios públicos para introducir en el norte esa tradición mexicana, y las cadenas comerciales trajeron el pan de muerto y las minicalaveras y ataúdes de azúcar. Poco después empezó a permear la figura de las catrinas, las calaveras artísticas gigantes y otros símbolos de la fiesta propiciados por los talleres de cartonería y artesanías que han facilitado la exhibición que adorna las calles del Paseo Capital. Antes, sólo había naranjas, quiote y caña de azúcar en venta en los panteones, y en los floreros de las tumbas manitas de león, crisantemos, claveles, gladiolas, nube y palmitas. Hoy, lo que más se ve es la hermosa flor de cempasúchil, la que guía con su intenso color naranja el camino de los muertos de regreso al mundo de los vivos y en el regreso a su morada.
También había “Calaveras”, que fueron en un principio dibujos y grabados, representación artística de seres vivos, cosas y esqueletos. Los primeros en imprimirlos fueron el editor Antonio Venegas y su hijo, con quienes trabajó Manuel Manilla, antecesor de José Guadalupe Posada, quien llevó a la cumbre la representación de los esqueletos en sus actividades terrenales y su clase social para significar que la muerte no respeta pobreza, riqueza, poder, galas, hambre o harapos. Posada llevó a las calaveras a la fama absoluta. Diego Rivera puso en primer plano en su mural de la Alameda en CDMX un esqueleto femenino vestido elegantemente, lo que derivó en uno de los íconos actuales: la Catrina mexicana.
Por otro lado, se escribían “Calaveras” en verso, estrofas dedicadas a los políticos o personas sobresalientes, en las que se hace alusión a una cualidad, un vicio o característica personal, costumbre que al parecer está feneciendo.
Saltillo tenía antes el callejón de La Llorona, el callejón de las Matanzas, también había el callejón del Hueso, el del Diablo, el de la Delgadina... viejas denominaciones de las calles que atendían el tema de la muerte en las leyendas populares.
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La representación de “Don Juan Tenorio”, el delicioso drama de Zorrilla, se hizo tradición de la temporada de difuntos, impulsado por Salvador Novo en la Escuela de Arte Dramático del INBA, y permeó a la provincia por muchos años. En Saltillo disfrutamos su puesta en escena por diversos grupos teatrales en muchas temporadas y con gran éxito de taquilla. Hoy parece olvidado.
La muerte es preocupación, dolor y rabia expresados por los poetas de todos los tiempos. La muerte es hoy la misma de ayer. Al asesinato del empresario Garza Sada, en Monterrey en 1973, Diódoro de los Santos Jr. publicó estos versos en su columna Diodograma en El Porvenir; “Un tiroteo que aturde, / Gritos, azoro, estupor./ Sangre que brota a torrentes./ Denuestos, muerte, dolor./ Rogativas al Creador./ Cortejo triste, doliente./ Una tumba que recoge/ un cuerpo exangüe, yacente./ Y una pregunta que surge/ del caos y confusión:/ ¿Cuándo habrá de nuevo en México/ orden, talento y razón? Misma interrogación que el pueblo de México nos hacemos hoy, 52 años después.